viernes, 26 de noviembre de 2010

Sobre Ocio de Fabian Casas: Breves y predecibles apuntes (Por Verónica Pizzella)


También Ocio, como uno que otro mundillo que vino a darnos la literatura, me llegó a través de la Jeta. Y una vez que supe de esta nouvelle de Casas y fui a dar con ella al fin en una feria chiquita de libros, no dudé ni medio segundo en llevarla conmigo a casa.
Sabido es que cualquiera de estos mundillos que se nos proyectan desde la superficie de la literatura no se reducen a las 100 y pico de páginas (menos o más) del impreso o el formato en el que lleguen hasta nosotros; sino que casi está claro que son la sumatoria de todo el caudal de mundo – literario o no, y lo digo de pronto así como si pudiesen plantearse claras fronteras entre una y otra cosa - que uno lleva a cuestas a la hora de lidiar con esta clase de ficciones.
Se me ocurre entonces que ya en las primeras páginas que leo de “Ocio” y en las que Andrés Stella de sopetón me mete en sus formas de mundo… “Yo estoy, desde hace meses, hundido en el ocio. Como, cago, duermo; soy una biología que no tiene rumbo”… no pueden menos que empezar a filtrarse - como en una especie de gesto de gotera difícil de domesticar – las imágenes de Silvio Astier, Erdosain, el extranjero, Roquentin, el mito de Sísifo y otros; y claro… el arsenal de nociones sobre existencialismo con las que uno a veces se afanó en darle forma a todo esto, quizás menos prácticas de lo que uno quisiese asumir, pero de las que convengamos está complicado desentenderse.
Luego, leer “Ocio” y a Andrés Stella desde estos lugares, no sé si de pronto será un desacierto o un gesto que no se ajuste al caso, pero de cualquier modo sí será un movimiento se diría casi fatal y digo más: es muy probable que insuficiente. Quiero decir con ésto que uno podría caer entonces en primera instancia en lo predecible y pensar al Andrés de Casas como un Sísifo hecho a la medida de lo contemporáneo o como un nuevo formato nacional de los personajes artlianos que de uno u otro modo se han descocado por afirmar-se su existencia encontrando indistintamente el punto de fuga en territorios sancionados socialmente, llámese esto robo o tráfico de drogas. Y esta es la parte en la que podríamos entrar a desmenuzar conceptos jodidos como el de la ascesis de la abyección o bien traer a colación alegorías como la del juguete rabioso entretejiendo cita tras cita hasta al fin darle la razón a Borges, porque sí que la tuvo clara el don cuando nos vio a todos y a cada uno condenados ad infinitum a una cadena de tautologías. Pero francamente todo ésto, esta alternativa de aproximación al mundo de Andrés Stella y los suyos, ahora mismo puede estar resultando aburrida; a mí por cierto que un poco, por eso o simplemente por un antojo que no me explicaré de dónde viene, prefiero sentir al “Ocio” de Casas desde otras zonas.
Prefiero pensarme en mi cama leyendo Ocio. Haciendo ocio. Si hay un ejercicio en esta vida que tiene chance de ser un acto lúcido se diría casi con certeza que es éste, el de la lectura, y más: el del ocio; y sin embargo, la atmósfera de sopor que está en el cuerpo de Andrés y un poco más allá de él, está aquí, mientras leo Ocio. Parece que estamos durmiendo. Pero no. Y cada párrafo es casi desmedidamente rezagado, lerdo… (apenas podría tocar el intersticio exacto en que lo siento así) pero yo me quedo ahí, hasta la última página, sin interrupciones. Como si ahí estuviera sucediéndolo todo, como si ahí pudiera sucederlo todo. Como si la dinámica existencial y el cambio en el estado de cosas pudiera estar condensado en la nada y en esa sensación de ucronía e inalteridad; porque eso es lo que está flotando mientras leo Ocio. Prefiero remitirme justamente a lo que me queda suspendido en el cuerpo y en la cabeza cuando termino de leer Ocio, para lo que hasta hoy no he encontrado rótulos precisos.
Sólo diré entonces a tientas vacío. Sólo diré una imagen mental: uno, horizontal, en cama, en semi-oscuridad, mirando al techo como en un nopasanada. Sólo diré que días después terminé casi como siempre en el google y en los estantes de mi biblio afanándome en darle forma a la cosa. Y el ocio es entonces, dice wikipedia, un tiempo libre y recreativo que se usa a discreción; y que debe tener, como toda actividad, un sentido y una identidad, ya que si no tiene sentido es aburrido.
Y no. Este, de pronto, no sé si se trata del ocio de Andrés Stella. Libertad para – sentido – identidad… no sé si son carátulas que se puedan amoldar al personaje de Casas.

- Hoy puede cambiar tu vida – dijo.
- Al ritmo que voy me parece imposible – dije, mientras me sentaba.
- ¿Sí?
- Yes, no hago nada o casi nada.
- Nadie hace nada – dijo Roli sonriendo – Pero ¿qué clase de nada? Es decir… ¿te quedás
levitando en un rincón? Porque si podés levitar ahí ya tenemos un negocio.
- Escucho música, me masturbo, como y cago – le contesté.
- Todo un estilo, pero hasta para eso se necesita plata.

Me quedé pensando que como mi existencia era un capricho de mi viejo, no estaría nada mal que él me mantuviera para siempre…

En realidad, la vuelta sería trabajar. Tener un trabajo te fija, te da cierta regularidad frente a tus familiares…

Andrés Stella casi si diría no elige el ocio. El ocio viene de prepo sobre él. O bien es tal la simbiosis entre estos dos elementos, entre estas dos ficciones, que difícil será establecer qué tiene determinación sobre qué. La cosa es más bien retroalimentativa. O no, “determinismo” aquí sería una mala palabra: ni Andrés tiene la suficiente libertad para decidir caer en el ocio, ni el ocio es del todo una fuerza que se le pueda imponer. Eso simplemente está ahí, casi no hay elección, y es más que complejo.
Pero algo sí, en medio de todo, me es menos nebuloso. El ocio de Andrés lo trasciende en su condición de individualidad, y es aquí cuando puede desprenderse uno de casi todo el caudal de lecturas que carga a la hora de enfrentarse a una nouvelle como la de Casas. El ocio de Stella es un signo generacional, es una alegoría que habla ya de la masa, de una cosa más colectiva, si se quiere más nacional. Y más contemporánea. Al margen o en paralelo de los dilemas existenciales y familiares que puedan encarnarse en un sujeto en concreto. Y lo más simpático, por eso, es que esta vez con Casas pude hacer empatía. Andrés Stella está a la vuelta de mi esquina, sé que conozco a este personaje. Erdosain, Astier, Meursault, etc… puedo figurármelos en el entramado social y en contexto, pero no los conozco. A Andrés, en cambio sí. Ha sido y casi sigue siéndolo, una pieza de mis mundos.
Si al final algo puedo decir entonces sobre Ocio es que es eso: la mimesis en el campo de la literatura de algo más tangible para nuestra generación. Los resultados de los engranajes socio-políticos de la Argentina de los últimos tiempos. El producto del menemismo y del delarruismo en la subjetividad social, están de una u otra forma en cada pintura y capítulo que se nos grafica desde Andrés y los suyos en el texto de Casas. Este, luego, no ha sido ni más ni menos que el ocio que vino a caer sobre muchos de nosotros y nuestra argentinidad.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Ocio (Por David Obarrio)


Soy uno que aligera su carga

dejándose abrigar, liviano

por la caliente plegaria

Alberto Girri


Pet Sounds. En el orgulloso diagrama de sus diálogos, la mayoría de las veces lacónicos y perfectos, en verdad casi sin parangón en la historia del cine argentino reciente, probablemente resida la secreta armonía de la película, así como es allí donde pareciera estremecerse el corazón de su silenciosa y genuina ambición: película con el oído en constante atención y alerta en más de un sentido, Ocio parece querer trabajar el sonido hasta extenuarlo, hasta volverlo la marca de una parte fundamental de su programa estético y, por lo tanto, el feliz subrayado con el que uno se siente invitado a recorrerla. Ocio no es una película sobre música pero en la que la música juega un papel preponderante. Aunque no es solo eso.


Acá de lo que se trata casi siempre es de oír, desde las canciones que el protagonista escucha en la soledad de su cuarto (escenas que incluyen el detalle maravilloso de que esas canciones no suenen del todo bien, acorde con la precariedad del equipo en el que se reproducen) hasta los martillazos constantes que componen en parte el intrigante fondo sonoro de la casa. Son sonidos domésticos que se vuelven un canto ominoso, el tañido de un tiempo que ya no alcanza a contenernos y nos expulsa. Los repentinos ataques a pura guitarra eléctrica de Ariel Minimal desde la banda de sonido, primos hermanos de los loops elegíacos de Neil Young para Dead Man, de Jim Jarmusch, son disrupciones que le pelean al costumbrismo en su propio territorio. Con ritmo urgente y desengañado, Ocio se dedica a horadar el fondo inoxidable de su historia barrial para que el barrio se vuelva una superficie de tensiones irresueltas. Recurriendo a una paráfrasis de las bellas palabras del poeta Martín Armada: para que en el barrio llueva un mar de piedras y debajo se pueda ver, en vez de un Edén, una cosa muy distinta: un páramo iluminado con el súbito resplandor que emana de una conciencia lastimada y macerada a los tumbos.

Son tres seres los que en la casa se arriman y se repelen, como animales arrojados a un mundo de interrogantes: el personaje principal, su hermano y el padre de ambos. Son figuras caídas que hacen lo que pueden con una desesperación que no se nombra, provisorios titanes bajados de su templo a fuerza de hondazos tras la desaparición física de la madre. En esa casa la vida late ahora a media asta, la evidencia de la pérdida se cuece sobre un fondo de monosílabos y de gestos que se arrastran: comer sin hablar una pizza que se enfría sobre la mesa (si es que no vino fría de antes, porque afuera es invierno y llueve); arrimarse padre e hijo en la misma cama, también en total silencio, sin el menor chistido que le otorgue una forma explícita al desamparo. Desde la confección del guión, Lingenti parece extractar la novela de Fabián Casas, recortar breves momentos que en la película lucen como punzones dispuestos a dar estocadas. Todo desplegado siempre en planos sobrios, austeros. En Ocio la frugalidad manifiesta de las imágenes es la expresión palpable de la ética del menos es más.

Somos tres islas. Es lo que dice el narrador en el libro de Casas. En la película no hay narrador que diga nada. Es que en la pantalla, Ocio se desentiende de la voz de una primera persona omnisciente y abre el juego a una pena que ya no se enuncia desde un cuerpo con nombre propio sino que, en cambio, resulta el telón de fondo de un modo de estar en el mundo, levemente ausente pero con el nervio alerta, continuamente acicateado por el fantasma de la caducidad de las cosas. Por su insobornable urgencia. De golpe, la palabra se aligera hasta perderse, se vuelve espectro de sí misma hasta convertirse en la música finita –en verdad, un hilo– capaz todavía de expresarlo todo con el mínimo aliento: “No, ella no se encuentra”, dice uno de los hermanos por toda explicación cuando atiende el teléfono que suena en la casa en silencio.

Imbuida de un desencanto rotundo, definitivo, la película de Lingenti y Villegas se permite, sin embargo, aligerar fugazmente el tono mediante breves segmentos de comicidad lunar, espacios vacíos en medio del dolor en los que el peso ontológico del mundo aparenta dimitir con su misterio a cuestas para dejarnos en su lugar otro de carácter no menos insondable. Y se respira: las disertaciones rapsódicas de Picasso (un sorprendente Santiago Barrionuevo, cantante del grupo de rock platense El mató a un policía motorizado) en el techo de la casa junto a sus amigos, el metegol en el que se dirime vagamente una deuda de dinero pero que más bien pretende establecer la supremacía entre bandas rivales de ocasión, le sirven a Ocio para interrumpir la circularidad inconsolable de su recorrido con la ayuda del enigma lejano de la risa.

Pero también, porque aquí el realismo de ocasión y la gravedad se combaten con dosis parejas de verdad y justicia, el rock se planta en toda su dimensión liberadora: retazos de una cultura que sacude el estupor cotidiano, que inserta la idea de “lo otro”, lo que no soy yo y me llama. Como cuando uno no sabía inglés y repetía palabras sacadas de los discos de rock como si fueran un mantra. Las canciones, los libros, las películas; en definitiva, siempre la aventura. Como cuando, en uno de los momentos más hermosos del cine de este año, el personaje llamado Roli está contando una historieta que leyó y vemos cómo su lenguaje se transforma, su mundo se transforma. Su cara se transforma. Roli se pierde. Maravillosamente, ya no es él. Los directores sostienen su rostro durante minutos enteros en un plano fijo que es todo un recorrido ejemplar de la acción de eso que siempre se comenta: un poder enorme, capaz de trastocarnos desde la raíz. En general, llamémosle cultura.

Decididos a habitar un mundo, Lingenti y Villegas despliegan una constelación de signos cuya contundencia está por lo menos a la altura de su casi infinita nobleza: llenar un territorio, plagarlo de ecos reconocibles. Es que no es meramente una pequeña porción de la vida de un individuo, el joven protagonista de la novela, de lo que se trata aquí. Por el contrario, los directores asumen una tarea de mayor alcance que la de reproducir parcialmente la letra de Casas, y no es difícil suponer que el background de Alejandro Lingenti como consumado cronista de rock y musicalizador exquisito tiene mucho que ver en ello. Ocio termina constituyéndose en un fragmento sin tiempo de la cultura del rock (“Un trozo de este siglo”, diría Javier Martínez), registrado con una precisión arrolladora, al tiempo que alcanza a erigirse como pudoroso e irrenunciable gesto de amor.


Texto publicado originalmente en Cinerama

domingo, 31 de octubre de 2010

Turismo cinematografico (por Alicia Chavez)


Muchas veces, cuando voy al cine a ver una película sobre guerras, enfrentamientos armados, luchas entre buenos y malos etc. etc. y me aburro, empiezo a desear la pronta muerte de los involucrados con la esperanza de que con ello se acelere el fin de la cinta.
¿Qué me paso cuando fui a ver “comer, rezar, amar”? Se me hacía difícil esperar la muerte de Julia Roberts debido a que el objeto más contundente observado a lo largo de la película, fueron los tenedores con que pincharon los manjares que graciosamente deglutían los personajes en Italia.
Ah si si si, la hermosa figura de Julia Roberts apela al disfrute de la vida comiendo pastas y resignándose a la compra de jeans de un talle más grande, porque aunque tengas un rollito, al verte desnuda, un hombre jamás elegirá irse.
Mi única esperanza era que en cualquier momento el filme se ponga bueno. Esto implicaba, en primer lugar que la cara sobre expuesta de la protagonista dejara de sonreir.
Pero no tuve suerte. Aún en los momentos más dramáticos de búsqueda de paz interior en el templo hindú cuando esa extraña especie de animalitos voladores que se posan en la piel y succionan sangre atacan a la protagonista, el director se las arreglo para mostrarme los hermosos dientes enmarcados por la sensual boca de Liz.
El tiempo de metraje se volvió extenso, especialmente porque a pesar de los maravilloso paisajes que se pudieron apreciar, constantemente tenía la sensación de que aparecerían Osho y/ o Jorge Bucay para brindar alguna receta infalible en pos la felicidad duradera.
En estos puntos es cuando empiezo a sentirme miserable por desear el final trágico, querer que se produzca un terremoto, un tsunami, una devaluación, o algo que nos baje de esa fantástica nube de vegetación y buenas intenciones.
¿La mejor parte? El matrimonio arreglado de la muchachita Hindú. El único espacio donde occidente no pudo hacer nada para mejorarle la vida a esa pobre gente que se casa siguiendo arreglos y tradiciones familiares. ¡Maldito turismo que inculco en la mente de las jovencitas esa idea de que una debe casarse por amor o cursar una carrera universitaria para realizarse!
El mensaje es fatal: En occidente somos libres y podemos salir a viajar por el mundo, limpiar pisos y dormir en pocilgas para encontrar nuestra paz interior y destino trascendente, mientras ustedes, infelices orientales, siguen tradiciones arcaicas aunque pintorescas y nunca podrán ser felices a la manera hollywoodense, con cabellos rubios y música que ambiente nuestros momentos importantes.
Finalmente, Julia no se ahogó en las aguas turquesas del mar Indico y se fue de paseo con el sudamericano de Bardem a navegar por las tranquilas aguas del amor intercultural. Por su parte, la gente no espero a que se prendan las luces del cine para salir de la sala.

Ah cierto!!! Algo bueno tiene que tener esta película: La Música.

jueves, 14 de octubre de 2010

Madre e hijo (de Gustavo Camps)



Pude ver este filme recién el día del estreno – en la Argentina - así que llegué a la sala con muchas referencias de críticos y colegas que ya lo habían visto en funciones privadas. Todas fueron positivas. Raúl Valls, de radio Municipal, por ejemplo, me dijo: "en lo que va del año vi más de cien películas, Madre e hijo es la segunda que me parece excelente". Quintín – director de El amante cine, tal vez la revista de crítica más severa del país – lo calificó como "El film, de una belleza deslumbrante".

Madre e hijo es una historia de amor. El hijo (A. Ananishnov ) acompaña los últimos momentos de su madre (G. Geyer) enferma. Viven aislados en un paraje solitario, desolado, en medio del campo. El la lleva de paseo en sus brazos – ella ni camina, tan débil que está – por un sendero hacia ningún lado, la peina, recuerdan tiempos idos.

Muchos de los planos del filme – Valls contabilizó 59 en total - pueden ser asimilados a obras pictóricas. En 73 minutos que dura la película, Sokurov es capaz de ofrecer tanta emoción y una mirada tan sensible con la cámara, que cuesta creer que en un reportaje haya expresado: "yo no quiero desarrollar (el lenguaje del filme) yo quiero empezar a aprender algo (...) Tenemos que empezar aprendiendo".

Un largo plano secuencia muestra a la madre recostada en un banco a la izquierda del encuadre y todo lo demás es el campo, el viento moviendo hojas y plantas, el tiempo (aunque el propio Sokurov ha dicho que es el espacio lo que le interesa). Cuando vi este plano, envuelto en una inexplicable emoción, me preguntaba que más estaba percibiendo, sabía que había algo y no podía expresarlo. No era la acción.

Más adelante, la madre recuerda cierto olor a almendras en el campo y me di cuenta de que tal vez fuese esto lo que percibí en el plano secuencia.

Algunas imágenes aparecen distorcionadas (como en la foto) y el color nunca llega a ser intenso. Sokurov ha expresado que Madre e Hijo es su primera película en color, aunque se sabe que no es exactamente así.

Con relación a esto, el director explicó al periodista Volker Heise: "Esta ha sido la primera en la cual he prestado especial atención al proceso del color, de la misma manera que al espacio. Yo no quería un espacio tridimensional pero tampoco uno plano, una imagen. Finalmente quise ser honesto y decir: el arte del filme es una mentira si mantiene aquello que puede producir un espacio tridimensional o espacial. Un espacio tridimensional en la pantalla, es simplemente inalcanzable".

lunes, 13 de septiembre de 2010

"Alamar" en La Moviola



Al admirar la hermosura de “Alamar” —película rodada en Banco Chinchorro, zona de arrecife de coral en el estado mexicano de Quintana Roo—, es inevitable pensar en la reciente catástrofe ecológica del Golfo de México en que la negligencia de la empresa British Petroleum resultó en casi cien días de vertido ininterrumpido de petróleo al océano.

Aunque en palabras del director no fuera la intención primaria de la película, “Alamar” retrata lo que, como seres humanos, tenemos que perder con actitudes irresponsables e irrespetuosas con el medio ambiente que habitamos.

La voracidad petrolera de un sistema económico que explota los recursos naturales para saciar un consumo desaforado, resulta en catástrofes en que el mar, fuente de trabajo, deleite y, en definitiva, vida, sale dañado.

“Alamar” es una ventana abierta por la que se escucha la brisa marina y el susurro de las olas, una película con olor a salitre y sabor a pescado.

Jorge tuvo un idilio con una turista italiana en México del que resultó un hijo. La mamá y el niño se regresaron a Italia y, tras varios años de separación, Jorge decide traer a su hijo desde Roma para pasar unas vacaciones junto con su abuelo.

Los tres comparten varios días en un palafito —una casa que está en una plataforma sobre el agua— navegando, pescando, comiendo y departiendo, en lo que constituye una exaltación a la vida ligada al mar y la pesca. Sus únicos acompañantes son un cocodrilo, una garza y el ubicuo mar.

De apenas hora y cuarto de duración, la película fue dirigida, escrita, fotografiada y editada por Pedro González-Rubio, joven cineasta de México DF. “Alamar” es su segundo largometraje, después de haber codirigido el documental “Toro negro”.

Sin abandonar del todo el carácter documental, en lo que se refiere al uso de actores no profesionales y al carácter etnográfico, la película se adentra más en el terreno de la ficción.

Con una hermosa fotografía rodada en video de alta definición y bajo la óptica del gran angular, la película constituye una oda a los trabajos y los días ligados a la mar.

La línea argumental es tenue, sin por ello menoscabar el interés del espectador, dada la intimidad y la calidad entomológica con que González-Rubio afronta su labor.

La película también muestra el espíritu didáctico del papá hacia un hijo que vive lejos, en otro continente, enseñándole lo que es una barrucada, un siricote, una garrapatera, a escamar los pescados, a destazar langostas, a pescar con pita y anzuelo.

El niño, venido de una ciudad europea, se acondiciona gradualmente a su nuevo entorno, andando sin camiseta y descalzo todo el día.

Una película linda y humilde que se debiera enseñar a los accionistas de British Petroleum y a las grandes empresas conserveras para que vean lo que están matando con su avaricia.

“Alamar” recibió el Premio al Mejor Director Novel en el pasado 53º Festival Internacional de Cine de San Francisco, y premios en los festivales de Rotterdam, Miami, Buenos Aires y Morelia. El Tecolote aprovechó la visita de González-Rubio a nuestra ciudad para hacerle algunas preguntas acerca de su película.

(escrito por IÑAKI FDEZ. DE RETANA para El Tecolote)

"Alamar" se proyectará este jueves 16 de septiembre a las 21:30 en el Museo Arqueológico, Avellaneda 355.

martes, 10 de agosto de 2010

Leche Agria (de Silvio Pratto)



(Este texto fue publicado en el blog nubosidadvariable2.blogspot.com, con motivo de la entrega de los oscar el 09 de marzo de 2010)


La película de Claudia Llosa, pone bajo el reflector las heridas más profundas que la guerra civil dejó en las poblaciones andinas del Perú. La directora procura hacer un trabajo antropológico (pero no lo hace, pues no existe tal cosa a la distancia) situándose en un pueblo joven -esos nacidos producto del exilio de las poblaciones campesinas- desde donde retrata costumbres y formas de vida, en lo que intenta ser una radiografía cultural. La cinta hace realidad las supersticiones, apoyándose en una historia de vida que pretende ser el paradigma del sufrimiento campesino en épocas de Sendero Luminoso.

La interpretación a cargo de Magaly Solier no admite titiriteros. La actriz, oriunda de Ayacucho -una de las zonas más castigadas por la coacción guerrillera y, aunque no se manifieste, paramilitar- pone al servicio del guión su aspecto cansino y castigado, su dominio del quechua y su bellísima voz. No lo hace así el resto del reparto, elegido justamente entre habitantes de los “pueblos nuevos” cuya nociones actorales son básicas como mucho. Los recursos técnicos son bien utilizados y la película como pieza audiovisual está muy bien lograda, con una fotografía repleta de los matices que ofrece el paisaje peruano y climas muy intensos que recuerdan al mejor estilo de nuestra Lucrecia Martel.

El mensaje corrosivo que vende “La Teta Asustada” fue muy criticado por los peruanos, especialmente por los andinos, quienes acusaron a la cinta de racista y de ofrecer al mundo una visión subdesarrollada y sesgada, de la cultura del país. No obstante, la campana que suena no pareciera portar esa intención, y aunque el estereotipo del poblador andino que se ofrece, peca justamente por ser un estereotipo, es innegable que la historia de un país deja marcas cuyas cicatrices, por molestas que sean, no dejan de ser ciertas. Al fin y al cabo, los pueblos originarios y los pobres latinoamericanos, son los principales perjudicados de las sistemáticas atrocidades vividas por este sector del mundo. Sus aparentes características que fueron castigadas por denigrantes, quizás puedan leerse como el resultado de siglos de segregacionismo, racismo y falta de oportunidades para los pueblos originarios.

Para ver más textos del mismo autor, pueden hacer click aqui

sábado, 7 de agosto de 2010

Locación: La mente (Por Kenneth Miller)


A aquél que no esté entrenado en términos de producción cinematográfica le comento que Locación se llama al lugar (geográfico) en dónde se va a filmar una película.
En términos de historias, guiones y argumentos los cineastas del siglo 21 parecen haber elegido adentrarse en la mente de sus personajes como lugar (físico) desde donde contar sus películas. Navegar la subjetividad de un personaje –interiormente, sí es que se puede decir tal cosa- ofrece una ilimitada cantidad de recursos narrativos y visuales que implementados en una historia no necesitan ser razonablemente explicados. Por lo tanto si yo quiero que en una escena aparezca un tren a toda velocidad en medio de una avenida no necesitaría explicar que el tren se descarriló debido a un accidente o atentado. La imaginación es arbitraria y sí un personaje piensa que un tren puede atravesar la calle que tiene en frente eso es todo lo que el espectador necesita saber, total: la mente quiere lo que la mente quiere.
Son ya varios los títulos, grandes títulos, que construyen sus historias desde los recodos de la mente. Repasemos: “Being John Malkovich” (Charlie Kaufman, 1999); “Matrix” (Los hermanos Wachowski, 1999, aunque desde otro lugar diría yo); “Memento” (Christopher Nolan, 2000); “Mullholland Drive” (David Lynch, 2001); “Eterno resplandor de una mente sin recuerdos” (Charlie Kaufman, 2004), ésta última, a mí gusto, obra cumbre con este tipo de base argumental. Recuerdo mi asombro en la escena de “Being John Malkovich” que Cameron Díaz persigue a Catherine Keener a través de los diferentes recuerdos de Malkovich, la persecución se produce “dentro” del cerebro del célebre actor; las ilusiones visuales de Matrix sólo podían ser posibles en la corteza cerebral de Neo, Morfeo y cia.; “Memento” tenía sustrato en la realidad pero los móviles y acciones de Leonard parten desde un lugar profundo de su cabeza o de su mente o de su personalidad: recuerdan las escenas en blanco y negro, ése es el Leonard interno construyéndole la realidad al externo; David Lynch contó un sueño primero y la realidad que le había dado origen después (en la misma película), luego, para entender la segunda parte había que rastrear las huellas que plantó en la primera; finalmente llegó “Eterno resplandor…” punta del iceberg, maravillosa historia de amor…vean la película. Quienes ya lo hicieron: ¡qué más puedo decir!
Se podría agregar algún que otro título pero este podría ser, más o menos, el campo allanado hasta INCEPTION. Aunque cien años de existencia de la psicología y el crecimiento del Budismo (la más psicológica de las religiones) en occidente también deben haber hecho lo suyo. El resultado es cineastas adentrándose a la arquitectura del pensamiento, la acción no es acción por si misma viene desde un lugar sobre el que estos directores están prestos a colocar una cámara.
Aprovechando los antecedentes Christopher Nolan se toma el tiempo (hace bien) para llegar hasta la última de las capas del sueño y plantar una idea, no original, no innovadora: el resultado es exquisito. El poderío visual de Nolan (desde The prestige hasta aquí) impresiona, el collage de imaginación con precisiones pseudo técnico-científicas también. Entre tantas complejidades el resultado es, también, una película de acción…como que se le fue la mano ¿no?
Sí se le va la mano, tira la piña en una buena dirección. Hay otro aspecto importante que complementa la construcción visual, algo que a veces no es muy advertido recordándome la actitud de varios (muchos) buenos músicos que se concentran en la melodía pero no tanto en la letra de las canciones o los que firman un gran contrato sin leer la letra chiquita, me refiero a los diálogos. Son precisos, interesantes, circunspectos, atractivos…justo cuando uno creía que lo circunspecto no podía ser atractivo, pero son totalmente adecuados al tono, la trama y los personajes de la película, parecen develar un gran lector de historietas y revistas “Muy interesante” (léase, un nerd completo), y esto es cimiento para lo que luego se va a desarrollar en imágenes. Sí los comentarios y diálogos se vuelven interesantes mucho más cuando el cuadro creado se ajusta a lo expresado.
El nuevo siglo reclama un nuevo lugar y parte del cine se interioriza hasta el lugar mismo donde nacen las ideas, se cuece la imaginación y reposa el disparate. ¿No es un buen lugar donde poner una cámara?

viernes, 6 de agosto de 2010

Cocinando Inception (Por Marcelo Argañaraz)


Está bien hablar de “Inception” y no de “El Origen” cuando se habla de la nueva película de Christopher Nolan. No porque me haga el exquisito del inglés o, en su defecto, de la correcta utilización de las palabras, sino porque “Inception” describe mejor de que va la cosa que al decir “El Origen”.
“Inception” es una acción específica. La película lo plantea como algo imposible de hacer. Se trata de instalar una idea en la cabeza de alguien a través de un viaje por distintos niveles de sueños, para que este asuma a esa idea como propia. Mierda… pedazo de premisa para mandarse una película.
Pero también está bien recordar que detrás de la misma está este muchacho Nolan que, aunque no tiene una cantidad grande de realizaciones, con su puñado de películas ya se puede identificar cual es el barrio en el que le gusta andar. Y no es el barrio Cabildo. Tampoco el 8 de Abril. Nolan tiene su propio country pero donde viven chetos con conflictos más ligados a Kafka que a Valeria Mazza.
Entonces veamos que puedo decir al respecto teniendo en cuenta este preámbulo explicativo. Es que al final estoy haciendo más o menos lo que Nolan hace en “Inception”: explicar que es lo que voy a hacer pero porque me interesa que me entiendan y no porque los estoy subestimando.
“Inception” se explica todo el tiempo. Sobre todo en la primera parte si es que podemos decir que hay dos. Pero no explica cual cátedra de Física en alguna universidad, sino más bien como lo hace Narda Lepes en su programa de cocina. Narda necesita que nosotros, sus espectadores, podamos entender que es lo que está cocinando y en ese proceso explicativo también hay algo de placer que no será el mismo que cuando uno come el plato realizado, pero que prepara las papilas gustativas de una manera más efectiva. Eso hace Nolan. Como Narda no nos explica de donde salió ese pedazo de merluza espectacular que está en su mesa, quien fue el que puso la guita para comprarlo o si la ayudante que tiene monotributa o es empleada de planta permanente de El Gourmet. Esa realidad no está en el cine de Nolan. Y tampoco se la extraña porque no es necesaria.
Con “Memento” Nolan debió sufrir. Es algo que me imagino. Como buen bandeño que soy. Me lo imagino andando en el super y que la gente lo para en la góndola de las frutas para pedirle que les explique la película. Nolan debe haber dicho: “Claro, la idea no es mala; sólo debo contarla para la gente que va al cine”. Y quienes son estos, me preguntarán: los vecinos que se cruzan con Nolan en la góndola de las verduras. No van los que asisten a festivales de cine que tratan de encontrar la nueva de Apichatpong Weerasethakul o de Ming-liang Tsai. Para ellos Nolan sólo está bien cuando hace un Batman que “respeta su esencia”. ¡Es Batman! Y en consecuencia, Nolan, por más que vaya a filmar de traje como Hitchcock y sea inglés, es un pelotudo a rayas que tiene productores con mucha plata detrás.
“Inception” tiene una premisa supuestamente muy compleja. Y digo supuestamente porque se trata de “viajar” a través de sueños y cuando se habla de ellos inmediatamente alguien mete la palabra “onírico” y de ahí prendemos el cohete y nos vamos a la luna de Buñuel y Borges. Y para Nolan, los sueños en “Inception” son como los casinos para Steven Soderbergh en “Ocean Eleven”: una oportunidad para hacer un plan perfecto de entretenimiento. Y lo logra. Completamente. Como Narda Lepes lo hace con ese pedazo de merluza que no nos importa quien lo fue a comprar en al puerto. Así que, Nolan… seguí cocinando que yo te voy a volver a ver, con mi anotador para anotar los ingredientes de la receta.

miércoles, 4 de agosto de 2010

“The Cove”, mucho más que un documental reivindicativo (Por Luis M. Álvarez)


“The Cove” va de lo particular a lo general siendo en primera instancia la historia del auténtico héroe de la película, Richard O’Barry, entrenador de los delfines que aparecen en la serie televisiva de los años sesenta, “Flipper“, y de cómo cruzó la barrera para convertirse en libertador de delfines; en segunda instancia relata la historia de un pueblo, Taiji, que mira hacia otro lado cuando sabe lo que se está sucediendo en sus costas; y de una sociedad, la japonesa, que vive en una ignorancia proporcionada por un gobierno para el que cualquier estrategia es válida si está a favor de su causa.


La validez de “The Cove” comienza en el momento en el que ni siquiera le hace falta mostrar demasiado para ilustrar sobre lo que está contando, no porque no disponga de imágenes, sino porque huye de la docu-ficción, de la representación ficcionada de ciertas partes del relato, dejando que sean sus propios protagonistas los que relaten su propia historia y expliquen su punto de vista, en primera y segunda persona. En primera porque cuentan su experiencia, y en segunda porque te lo cuentan a ti.

No se abusa de pornografía sangrienta ni sensiblería panfletaria. Reserva sus armas para el momento concreto en que tiene que hacerlo, sin utilizar violines ni elementos cinematográficos en favor de un mayor rigor. Sí es cierto que utiliza recursos típicos del thriller y el subgénero de películas de robos, pero es que, precisamente, ese es el principal objetivo de la película: robar las imágenes que revelarán al mundo lo que sucede en la costa de Taiji. El director es lo suficiente honesto para revelar en el contenido esta intención cinematográfica, revelando incluso su fuente. Y es lo suficientemente coherente como para no utilizar estos recursos en los momentos en los que no debe hacerlo, los importantes, los serios.

El filme resulta especialmente emotivo en los momentos íntimos, como cuando Ricard O’Barry explica su relación con Cathy, el delfín, sobre cómo se percata de que el animal tiene conciencia de sí mismo, sobre el estrés que le produce vivir en cautividad, sobre la falsa impresión de que parecen contentos por esa eterna sonrisa malévolamente dibujada en su hocico y otro emotivo momento que no voy a revelar… De la misma manera, Louie Psihoyos va invitando a otros profesionales que va a necesitar para su cometido final, y cada uno de ellos es quien va relatando cómo se involucraron en la causa y sus propios sentimientos con respecto a lo que sucede en la costa de Taiji.

Quizás sea esta una solución muy efectiva porque al contrario que otros documentalistas reivindicativos recientes, como Michael Moore que es quien cuenta y expone su punto de vista corriendo el riesgo de que un sector del público se posiciones antes de darle la oportunidad de explicarse, Louie Psihoyos deja que sea cada personaje el que se hable, permitiendo escoger o decidir si lo que cuentan pueda estar más o menos manipulado o tergiversado, algo que siempre debe considerarse como una posibilidad, aunque sea un documental.

En cualquier caso, muchas imágenes hablan por sí mismas y aunque cada uno pueda pensar como quiera con respecto al maltrato animal y la matanza indiscriminada de un mamífero como el delfín, auténtico amigo y protector del ser humano en problemas cuando se encuentra en el medio acuático, lo que no pasa desapercibida es la fuerte ironía que impera en las justificaciones que el gobierno japonés propone acerca de la cantidad de peces que come el delfín, acusándole directamente, junto con la ballena, de ser el causante de la disminución demográfica de los bancos de peces. ¿Y el hombre no come pescado? Si en España hemos tenido que cambiar uno de nuestros manjares, la angula, porque los japoneses la compran toda, al precio que sea, con tal de llevársela al lejano oriente, de tal manera que hemos tenido que sustituirla en nuestra dieta por un sucedáneo, la llamada gula del Norte. ¿Y quiere decir también el gobierno japonés que si encuentra lícito el exterminio controlado de ballenas y delfines, sería lícito efectuar un exterminio controlado de seres humanos cuando se pasen comiendo pescado?

Recomendable para cualquier amante de los animales, “The Cove” es un documental que emociona, pero no duele. Acciona y remueve tu conciencia. Te anima a reaccionar y facilita que puedas moverte. Y pone, además, en la picota, sin necesidad de nombrarlos ni aludir a ellos, aquellos actos bárbaros e irracionales cometidos en tantos pueblos del mundo que disfrazan sus vergüenzas tras un tupido velo de tradición y folklore. Y no miro a nadie.

sábado, 31 de julio de 2010

"The Cove" de Louie Psihoyos



Nos pareció intereseante cerrar el ciclo "Cine para neuronas" con un documental diferente a los demás en cuanto a la carga de la problemática. Quizás porque desde nuestro lugar, Santiago del Estero, el conflicto que plantéa este film (la masacre de delfines) es ajeno y puede parecer distante. Sin embargo creemos que cumple con la premisa del ciclo que es trastocar nuestras ideas y producir una nueva mirada sobre el mundo en el que vivimos.
Pero lo que nos parece más interesante es compartir un documental con una calidad impresionante, con recursos cinematográficos que no suelen ser usados en este tipo de producciones audiovisuales y que maravillan desde lo visual hasta lo discursivo.
Desde La Moviola siempre nos propusimos generar un espacio que puede ser lo más amplio posible, donde podamos compartir cine de todo tipo, y cuando decimos de todo tipo no estamos pensando en la diferenciación más simple.
Por eso, cerrar este ciclo tan cargado de conceptos profundos que nos invitaron a la reflexión en conjunto, con amigos que compartieron con nosotros sus impresiones desde su lugar de conocimiento, hacerlo con "The Cove" es una forma de terminarlo entre amigos: con un vermouth y papas fritas. Un abrazo. Seguimos viendonos con lo que viene del 2010.




Sinopsis:
El delfín es uno de los animales más inteligentes y una de las especies más admiradas en todo el mundo. Sin embargo, en un pequeño pueblo de la costa de Japón que aparentemente se caracteriza por su devoción a estos animales, se esconde un gran secreto. Un grupo de activistas liderado por el conocido entrenador de delfines Richard O´Barry, se embarca en una peligrosa misión encubierta para revelar al mundo lo que sucede en este lugar, desarrollando uno de los documentales más impactantes de los últimos años.


Notas:
Ganadora del Oscar al mejor documental. Dirigido por Louie Psihoyos, el film ha participado en varios festivales internacionales como Sundance, Toronto, Tokio, Amsterdam, Estocolmo o Sydney, entre otros, alzándose con el Premio del Público en ocho de ellos. Nominada a los Oscar, THE COVE desvela un espeluznante secreto en una tranquila ensenada de la costa de Japón. Los inquietantes descubrimientos que se destapan son sólo la punta del iceberg. La verdad de THE COVE finalmente ve la luz tras un rodaje encubierto en Taiji, Japón, lo que convierte al documental en un apasionante thriller de acción y aventura, además de en una llamada directa al corazón en pro de la ayuda a los océanos.

lunes, 5 de julio de 2010

Michael Moore en una tensa entrevista con el periodista de CNN Wolf Blitzer

Los mercaderes y el templo

Algunos lo critican por sensacionalista, otros por manipulador, otros por simplista, pero lo cierto es que Michael Moore parece haberse convertido en el radiólogo más humano de su país: la violencia en Bowling for Columbine, la mentira política en Fahrenheit 9/11, el desamparo estatal en Sicko. Tras la explosión de la burbuja inmobiliaria y el crac del sistema financiero, estrena Capitalismo: una historia de amor, un documental que retoma lo mejor de su obra y vuelve al escenario de su primer documental.

Por Hugo Salas

Desde el estreno de su primera película, Roger & Me, en 1989, Michael Moore se convirtió en un referente indudable dentro del universo cinematográfico, lo que incluso llevó a que se intentara sumarlo a la industria del entretenimiento con la serie televisiva The Awful Truth, 24 desiguales episodios emitidos entre 1999 y 2000. El éxito comercial de Bowling for Columbine (2002), totalmente desusado para los parámetros de un cine que podríamos llamar “documental”, no tardó en granjearle tanto entusiastas como detractores. Mientras que algunos lo consideran un activista decidido, valiente e incluso uno de los pocos representantes del periodismo independiente dentro de los Estados Unidos, capaz de llegar a grandes segmentos de la población, muchos críticos y colegas lo tildan –palabras más, palabras menos– de payaso egocéntrico capaz de distorsionar la verdad sólo para ajustarse a su discurso activista, al tiempo que otro grupo, más sofisticado, lo acusa de ingenuidad ideológica y voluntarismo político.

La incomodidad que supo generar en el público estadounidense con Fahrenheit 9/11 (2004), sobre las consecuencias e implicancias políticas de la célebre serie de atentados, en un momento en que ese público –en su gran mayoría– no estaba muy dispuesto a discutir tales temas, no se vio para nada aliviada por el tratamiento ciertamente hiperbólico y en ocasiones falaz que dio en Sicko (2007) a la problemática del sistema de salud y su relación con las industrias farmacológicas y de seguros. Tal vez esto explique por qué su película siguiente, Captain Mike across America (2007), sobre la creciente conciencia política entre los jóvenes universitarios, no tuvo siquiera estreno comercial en nuestro país.

En efecto, hizo falta la gran crisis del sistema financiero y el negociado de las hipotecas para que Moore volviera a lo mejor de Roger & Me, dejando de lado la preocupación por el impacto que sesgara su producción desde Bowling for Columbine. Sin renunciar al sentido del humor paródico y la protesta del solitario hombrecito enojado que han constituido desde siempre su sello distintivo, Capitalismo: una historia de amor (2009) lo muestra en su mejor faceta, una que obliga a analizar nuevamente el sentido de su cine en la industria contemporánea.

Desde sus primeras imágenes, la película parte de una idea que probablemente irrite a los pensamientos más sutiles: el paralelismo entre el Imperio Romano y la actualidad política de Estados Unidos. Se trata, sin duda, de una visión peregrina que hace flaca justicia a la historia, pero a decir verdad tampoco se la toma demasiado en serio, como lo prueba el empleo del absurdo en el montaje paralelo que propone entre la película pedagógica sobre historia antigua y las imágenes periodísticas de hoy. El sentido de la secuencia, en realidad, no parece ser el de ilustrar una idea (como sí se hará con otras más adelante) sino meramente hacer reír, permitirse un chiste, establecer un lazo de comunicación y complicidad con el espectador.

Este, como tantos otros procedimientos, forma parte del repertorio que le ha valido al director el mote de “manipulador” entre los partidarios de un purismo documentalista según el cual estas imágenes deben dejar ver al espectador “por su propia cuenta” algo que se materializaría ante su mirada en la transparencia misma de la realidad capturada por la cámara (idea que comparten con cierto realismo ampliamente extendido en el ámbito cinematográfico). Créase o no, entre quienes esto sostienen se cuentan también quienes lo acusan de “ingenuo” en su pensamiento político, por pretender (como lo ha hecho siempre) deslindar la democracia, en tanto sistema político, del capitalismo; de allí, dicen, el sesgo individualista y liberal de su cine. Una y otra imputación, sin embargo, parten de un error fundamental: suponer que Moore hace cine documental, un cine que sólo pretenda acercar al espectador una visión analítica y como mucho bienintencionada del mundo.

A decir verdad, después de más de 20 años de carrera, el señor merece algo más que el beneficio de la duda. De hecho, su modelo no es siquiera fácilmente transferible a otras realidades, contextos ni propósitos que aquellos para los que fuera ideado. Ocurre que, antes que “documental”, entendiendo por ello una expresión que meramente registra y da cuenta, la producción de Moore se alinea directa y decididamente en el campo del cine político, y quizá sea uno de los pocos continuadores, en la actualidad, del cine de agitación y propaganda tan extendido durante fines de los años ’60 y la década de los ’70, de Francia (con los prestigiosos Cinétracts y el emblemático grupo Dziga Vertov de Godard-Gorin) a la Argentina (con La hora de los hornos, Los traidores y Operación Masacre).

Al igual que en sus célebres predecesores, Moore parte de análisis sesgados y voluntariamente parciales de la realidad para llegar a consignas que provoquen la reacción y la acción política directa del público. Esto resulta palmario en el final de Capitalismo..., donde luego de una de las clásicas intervenciones solitarias de Moore (que rodea algunas de las principales instituciones financieras de Wall Street con la conocida faja de escena del crimen y les grita por megáfono a sus directivos que se entreguen), su voz en off dice directamente a los espectadores, como grupo, que ya está cansado de hacer estas cosas solo y les pide que se le sumen, y que por favor lo hagan rápido. Desde ya, este llamamiento puede parecer tibio o pequeño al lado del fuego purificador de la revolución que se reclamaba en los ’70, pero cabe reconocer también que mientras aquel cine le hablaba a una sociedad donde la insurrección civil y la acción directa eran realidades vivas y palpables, hace ya dos décadas que Moore viene intentando hacer agitación y propaganda con el cine en el lugar menos pensado, en el marco de una sociedad donde la noción misma de desobediencia civil llegó a igualarse en la complicidad con el terrorismo.

Es cierto: su modelo de “cineasta solo contra el mundo” está imbuido de individualismo liberal de la cabeza a los pies, y sus análisis –a veces inmediatos y palpables– evitan las grandes complejidades macroestructurales de los problemas que plantea. Pero antes de tildarlo meramente de ingenuo conviene hacerse una pregunta: ¿era posible otro modelo de cine político en Estados Unidos? Si su intención no era, como suele ocurrir muchas veces, hablarles a los ya convencidos, ni ilustrar sobre las ventajas de otro modelo de vida a quienes tenían en su poder los muy escasos carnets del Partido Socialista estadounidense, sino antes bien sumar, convencer, persuadir a un público probablemente manipulado por otro discurso ideológico... ¿tan ingenuos resultan los procedimientos destinados a generar empatía, complicidad e identificación?

Por otra parte, queda analizar la base de su discurso actual. Durante sus dos horas de duración, Capitalismo... en efecto deslinda la noción de democracia del sistema capitalista, tal como es entendido en la actualidad (como capitalismo financiero); incluso llega a decir que el gran capital funciona como una mafia que ha suplantado al Estado, para ligar entonces la idea de una verdadera democracia a los propósitos del estado de bienestar, tal como fuera entendido y presentado en los discursos de Roosevelt (trabajo, salario digno, vivienda, salud, educación y jubilaciones), permitiéndose incluso señalar, a raíz de la candidatura de Obama y el miedo que los medios intentaron instalar, que los estadounidenses pobres –muchos más que los ricos– ya no parecen tenerle tanto miedo a la palabra “socialismo”, como así también el re-surgimiento del cooperativismo como modelo de producción. Es verdad, no llama a la revolución bolchevique, la destrucción de la propiedad privada de los medios de producción, la reforma agraria, ni la constitución de los soviets; pero, a decir verdad, no hay muchas izquierdas, en ningún lugar del mundo, que alienten lejos de la retórica partidaria programas más extremos que éste, y mucho menos en Estados Unidos.

En el medio de este alegato, Moore no vacila en destruir la sólida ligadura entre el discurso cristiano y el capitalismo que se construyera durante la administración Bush, y para eso trae a su película al discurso religioso, con curas de cuerpo presente señalando que otra organización económica es posible y que el capitalismo es moral y cristianamente condenable. Es más: con un obispo dando la eucaristía a los trabajadores en una fábrica tomada. ¿Debemos inferir de ello que Moore es un gordo ingenuote estadounidense y además un chupacirios, traidor de la clase obrera que pretende sumergirla en el opio por antonomasia? ¿O que se trata de un activista que, reconociendo la influencia del discurso religioso sobre aquellas personas a las que trata de convencer, en vez de desestimarlo, recurre a él? Desde ya, su propuesta no queda exenta de los debates éticos que subyacen a la acción política, pero merece mayor análisis que la condescendencia desde el debate de café.

Trailer de "Capitalismo, una historia de amor"



Este jueves 8 de julio, a las 21:30 horas, dentro del ciclo "Cine para neuronas", proyectaremos la última película de Michael Moore, quien regresa sobre los temas clave de su filmografía, centrándose en las desastrosas consecuencias que provoca el sistema capitalista en la vida cotidiana de los habitantes de Estados Unidos y el resto del mundo. Moore examina con lupa y con su habitual sentido del humor el alto precio que paga América por abrazar el capitalismo y trata de dar una respuesta al hecho de que cada día 14.000 personas se queden sin trabajo

martes, 29 de junio de 2010

Food, Inc. (de Josefina García Pullés)


“Todos tenemos que comer un poco de mierda de vez en cuando”, decía el personaje de Bruce Willis en Fast Food Nation. Y si con esa frase, y un buen libro como pedestal (Fast Food Nation, de Eric Schlosser), Linklater no logró convencernos del todo, Kenner llega con Food Inc. para tomar al mismo sistema alimenticio y acribillarlo con una película política, didáctica y entretenida. Porque aunque este documental no dice nada nuevo, dice lo que dice con firmeza y corazón (político, humano y gastronómico). Y eso da la nota al recorrido que esta película hace por la cadena alimenticia desde los testimonios del mencionado Schlosser (coguionista de la película de Linklater y coproductor de ésta), de Michael Pollan (autor del libro The Omnivore's Dilemma: A Natural History of Four Meals), de varios y muy diferentes granjeros, de algunos trabajadores del campo y hasta de una mujer cuyo hijo murió por la escherichia coli contraída al comer en un local de comida rápida. Pero aquí no sólo se cuestiona a Mc Donald’s y sus derivados; aquí también se cuestiona y se ataca a la comida disfrazada de comida. Y para materializar ese ataque, Kenner nos pasea por mataderos, granjas, plantaciones, criaderos de pollos, fábricas, oficinas e incluso por la Casa Blanca. Y, de paso, nos sumerge en la rutina alimenticia de una familia y nos muestra cómo, en los Estados Unidos, resulta mucho más barato comer mierda que comer comida. Entonces Food Inc., que nunca pierde peso político, sale a cuestionar, por ejemplo, a la gente de Wal-Mart y a escupir, por ejemplo, a las grandes corporaciones que eligieron no hablar. Entonces Robert Kenner transforma un tema imprescindible en una buena película, que Michael Moore seguro habría destrozado, buscando evitar un futuro que nos encuentre, cual hombres de la nave espacial de WALL-E, desconociendo las verdaderas fuentes de vida.

lunes, 21 de junio de 2010

Hace cuanto que te espero (por Kenneth Miller)


El título de este comentario podría haber sido, también, el título de la película “Hace Mucho que te Quiero” (Francia, 2008).
Aunque pueda parecer (lo es, a gran modo) muy compleja, en realidad, la trama de la película parte de una fórmula conocida en cine, ésta es: reaparece luego de varios años un personaje misterioso (una mujer, en este caso) que habla poco y que, se sospecha, carga con un pasado trágico. Ahora bien, lo que la película devela con maestría (lección en guión-dirección de Philippe Claudel) es el pasado y presente del personaje central, Juliette, interpretado por Kristin Scott Thomas (inigualable).
Como el gotero de un suero, en el momento justo, se desprende una milimétrica cantidad de información que recorre las ominosas sospechas que se tienen del pasado de Juliette, sobre todo cuando rápidamente se deduce que ha estado muchos años en prisión.
Elsa Zylberstein interpreta a Léa, hermana menor, por varios años de diferencia, de Juliette; ésta recuerda que cuando salía de la facultad buscaba a la pequeña Léa de las clases de ballet, Léa no lo recuerda: apenas tiene memoria de actividades con su hermana mayor. Sin embargo Léa busca a Juliette y la incorpora a su vida familiar, el motivo de la ausencia de Juliette es innombrable, el marido de Léa quiere ser un buen esposo por lo que trata de disímular su inconmodidad (falla en el intento pero persevera), la sobrina mayor de Juliette es ajusticiada al silencio cada vez que pregunta a la tía dónde estaba los últimos años.
Léa no se rinde, a pesar del mutismo de Juliette, de la vieja prohibición de los padres de tener algún tipo de contacto con su hermana mayor “Me prohibieron que te escriba” “Después que te fuiste pasé a ser hija única”.
Léa no se rinde, quiere ser el pilar de su hermana mayor, el dolor contenido en el rosto de Juliette se desgaja de a poco pero sin hacer parte de su sufrimiento a Léa (que es lo que más desea).
Léa no se rinde, es la socia silenciosa de su hermana, hace el aguante pero intuye (sabe) que algo en el pasado de Juliette está sin revelar por lo que llegará el momento de confrontar a su hermana mayor...

“Hace mucho que te quiero”, cuyo título original es “il Y a longtemps qe je taime” (aunque a mí personalmente me encanta la traducción inglesa: I've been loving you so long – Te he estado amando por tanto tiempo), es cine para adultos. Tan mal acostumbrados estamos a que las películas “tengan que” tener ritmo, deban ser ágiles, vertiginosas (no vaya a ser que uno tenga tiempo para pensar por sí mismo) que, tal vez, ésta película puede ayudar a desempolvar el aceleramiento cotidiano. A aquellas, abiertas o clandestinas, almas pochocleras advierto: la película no es lenta, pesada o aburrida; todo lo contrario, sobrepasa de intensidad. Es, justamente, una invitación a advertir que en una película la intensidad de los personajes o las relaciones humanas desarrolladas pueden ser reconocidas por otros signos a los que habitualmente nos tiene acostumbrado el cine o la televisión, doy ejemplo: un personaje “atormentado” para ser reconocido como tal por el espectador no sólo, o siempre, necesita dar portazos, golpear algo o alguien, arrojar objetos, insultar, reírse a carcajadas o elevar la voz (en la película se grita una vez).
El dolor, la angustia, de Juliette se puede reconocer en sus ojos tristes, en la constancia para esquivar el contacto visual, para huir o cortar un posible diálogo, en el acto reflejo a andar con la cabeza gacha, en el modo de apretar los dientes y mover la quijada cada vez que prende un cigarrillo. Mientras que la solidaridad de Léa se nota en la búsqueda de la mirada que la hermana esquiva, en no preguntar hasta que lo crea necesario, en contenerse en las pautas que Juliette ofrece, en su ansiedad para que las conversaciones fluyan o se extiendan, en la manera en que disímula el dolor que la ausencia le causó ya que entiende que el dolor de la hermana mayor es más fuerte. Este es el modo en que las dos actrices se manejan y así transcurren los lapsos de la película hasta que el gotero suelta su dósis y nos enteramos algo más de Juliette. Y aunque las actuaciones se complementan en su excelencia creo que la de Kristin Scott Thomas -Juliette- (he aquí el real motivo que me llevó a escribir) puede proyectarse como una de las cinco mejores actuaciones femeninas del siglo, sólo Kate Winslet -potencialmente y a menos que surja una sorpresa- podría ofrecer una actuación de tal calibre en unos 15 o 20 años; la mayor edad importa. Suena exagerado, lo reconozco, y el paso del tiempo (del siglo, específicamente) validará o no una efímera opinión pero imagino a profesores de actuación en todo el mundo cortando y recortando las escenas de (la Inglesa) Kristin. La mejor prueba sería la siguiente (la que nadie, ni yo, tiene tiempo de hacer) invito a ver la película dos veces, sólo que en la segunda oportunidad intenten verla sin leer los subtítulos: notarán que todos los gestos de Juliette (y Léa) cuentan la película de principio a fin.
Los premios, los reconocimientos, que haya recibido Kristin Scott Thomas los desconozco pues son aún más efímeros que mi opinión; el sustento en el tiempo es la medida del valor de una obra en el arte...sino ¿por qué creen que se encuentran discos de los Beatles o Mozart, todos los días, en cualquier disquería del mundo?

Hace mucho que te quiero es, repito, cine para adultos. Con ello me refiero (los que piensan en Sasha Grey, deténganse ya) a un cine de madurez, antes que biológica, emocional, artística, cultural y cinematográfica.
Desde un lugar, detrás de los cabales recuerdos, donde todo está sigilosamente disperso Léa reconoce sentimientos hacia su hermana mayor, que sortean la ausencia, despreocupándose de por qué o de dónde vienen y que impulsan a contenerla.
No recuerdo con precisión los diálogos pero mientras veía la película imaginé que la hermana menor, que tanto anhelaba recuperar a la hermana mayor, decía: ...estoy aquí...por ti...¿lo sabes?...te espero...¿vendrás?...¿estarás aquí, conmigo?...te he estado amando por tanto tiempo.

domingo, 20 de junio de 2010

Aguante Trapero... y Martina Gusman (Por Kenneth Miller)


Como éstas palabras se refieren a la excelente película “Carancho” y no componen una sesión de terapia, intentaré no referirme a mis problemas con el cine nacional…aunque, ahora que lo pienso bien, es casi inevitable ¿no?
Vamos por partes. Yo, argentino nativo, no tengo absolutamente nada en contra del cine de mí país; tampoco ha sido coptado mi gusto por el cine de industria (comercial, norteamericano sobre todo); soy perfectamente capaz de disfrutar cine foráneo actual, como “La desconocida” (Italia, 2006), o de antaño, como “M” (Alemania, 1930), o latinoamericano, como “La estrategia del caracol” (Colombia, 1993). Al no tener antecedentes de escritor puedo darme el lujo de acudir a una expresión vulgar: no le hago asco a nada (sí de cine se trata).
¿Por qué tantas aclaraciones entonces? He aquí mi problema: de niño, creciendo, en general, el cine argentino me mata del aburrimiento. Ni los trailers parecen divertidos. Imagino gente inultando o mofándose de mí ignorancia. Pero, como espectador, siento que crecí frente a un cine argentino carente de historias. Guiones para cine, si: muchos (no tanto tampoco). Pero historias, tramas actuales, pegadizas, personajes con los cuales identificarse (divertirse, o llorar) poco de eso. Sentía que el cine argentino me ponía en la posición de “pong” ¿se acuerdan, el primer video juego del mundo? Una pelotita (¡Pong!) que rebota entre dos barras ubicadas a los extremos. En un extremo cine estúpido y ridículo (Rambito y Rambón contra los ninjas de la brigada cola del espacio sideral) y en el otro, historias rebuscadas o de complejidad espiritual (De eso no se habla o El lado oscuro del corazón): no tengo ningún problema con éstas películas (buenas películas) pero a dónde estaban las películas que muestren un tipo o una mina que cualquiera de nosotros se podría cruzar en la calle, o que podría ser amigo nuestro o que tuviera una historia turbia (¡parecida a la de una película!).
Es una estupidez, baratija nacionalista, decir que hay que ir a ver peliculas argentinas porque hay que apoyar el cine nacional. Eso no es cierto. Uno va al cine porque quiere relacionarse con algo (un personaje, una historia, una canción que encuentra en la película) o porque se quiere distraer o pasar un buen rato. Asi que la manera de llevar gente es contando historias que nos pertenezcan, con personajes que nos pertenezcan.
De un tiempo a ésta parte películas como Nueve Reinas, Tango Feroz, El hijo de la novia, El abrazo partido, se encargaron de contar historias (nuestras, entretenidas) y de llevar gente al cine.
Porque esas películas nos pertenecen, como Luján y Sosa nos pertenecen. Los protagonistas de Carancho son palpables, los tenemos muy cerca. Luján es una médica de guardia ganada por el cansancio, y la soledad. Sosa es una cagador (pero caga a empresas de seguro que son cagadoras por definición, asi que…) y como tal, está solo. Los cagadores, aunque viven rodeados de gente, están solos.
Éste es el mundo de Carancho: Sosa se dedica a rondar hospitales y funerarias en busca de demandas por accidentes de tránsito conoce a Luján que baja de una ambulancia para auxiliar a un futuro cliente de Sosa. En el negocio de las demandas por accidentes de tránsito (los argentinos creen que arriba del auto son Maradona contra los ingleses por lo que las estadísticas son espantosas, un distintivo nacional) están implicados: médicos, enfermeros, ambulancistas, funerarias, la policía y, por supuesto, abogados caranchos. Ese negocio y esa mafia (“La Fundación” en la película) también nos pertenece.
Ahora bien a ese retrato local hay que agregarle ficción, hacer una muy buena película, contarle algo más al espectador. Entonces Sosa se enamora de Lujan (la escena del intercambio de miradas entre ellos cuando toman café junto a otros: una joyita) y el amor produce un cambio en Sosa (porque en toda película todo personaje debe afrontar un cambio, sino a qué vamos al cine) quiere dejar “la fundación”, quiere vivir con la mujer que encontró. Luján guarda sus secretos (como todos), es adicta a los calmantes, quiere dejar de estar tan sola, y cuando esté segura del amor de Sosa va a ser capaz de mandarse a hacer cualquier cosa por el amor que encontró. Así entra a escena la seducción, el sexo, la violencia, la sangre, la música, los sonidos de una ciudad aturdida, en éste caso, en sus calles y avenidas.
Qué buena película, por favor. Pablo Trapero (el director) te tira con todo, un mazazo. Sí no se conmueve con lo que le dan allí vaya al médico porque tiene un problema de circulación en las venas. De éste “mazazo” quiero rescatar la delicadeza de Martina Gusmán en el tono monocorde, aunque gentil, con sus pacientes, en los gemidos al hacer el amor con Sosa pero (he aquí la construcción de un personaje) esa delicadeza está lejos de las consecuencias que Luján está dispuesta a afrontar con tal de escapar del mundillo en el cual ella y Sosa están atrapados.
Atrapante el escenario puesto por Trapero: nocturno, violento, sangriento, con un resquicio para el amor.
Usted vaya, pague la entrada y vea buen cine argentino. Pero, por favor, preste atención cuando cruce la calle y maneje con cuidado.

jueves, 17 de junio de 2010

Compartamos el abrazo (Por Sebastian Russo)



Dos Osos de Plata conseguidos en la Berlinale por una película argentina, uno de ellos a mejor film, se vuelve un dato ineludible como primer referencia a dicho film, incluso como dato enconadamente relevante para una filmografía nacional como la argentina (que sí bien está de moda en la elite cinéfila mundial, no consigue transformarse en una industria autosustentable -quizás no haya que lamentar tanto que tal cosa no suceda, quizás-)

Daniel Burman concreta en su cuarta película lo que muchos directores/promesa podrían concretar si su cuarta película hubiera podido ser parida. Concreta, Burman, poder plasmar su experiencia, sus ideas, todo su potencial (esperemos que sea sólo parte del mismo) en pos de una producción cinematográfica, que se vieron atisbados, en mayor o menor medida desarrollados, en sus anteriores largometrajes (Un crisantemo estalla en Cincoesquinas, Esperando al Mesías, y Todas las azafatas van al cielo). Llegar a una cuarta producción (casi una formalidad, una obviedad para directores de cine de otras realidades socio-económicas), parecería ser el punto justo (el punto caramelo) para medir fuerzas entre la propia capacidad (virtuosismo, tenacidad) y la requerida por el público de cine (sea este masivo o cinéfilo -antinomia que detesto, pero que no deja de dividir aguas-). En suma, Burman logró lo que muchas otros directores de cine hubieran conseguido si el camino hacia una nueva producción hubiera sido menos escarpado, si habrían llegado a lo que parece hoy una epopeya: la cuarta película (después de la tercera, de la segunda, y de aquel promisorio debut) (Que se entienda, no hablo, aun, de Burman, sino del cine nacional, y sus avatares, a contramano de los resultados -premios- que obtiene)

Una de las características destacables de El abrazo partido es la capacidad de su director de transformar una historia nimia, pequeña, a priori de escaso interés, en un diminuto universo (de lógica interna) de personajes que amalgaman sus acotados conflictos cuasi domésticos con los del mismo universo al que pertenecen, constituyendo una realidad dual (o multifórmica), rica, profunda, de implicancias ya no locales (ni personales) sino ampliadas (humanas).

En El abrazo partido se plasman un dar cuenta de un determinado espacio social (una galería del Once porteño) a través de la mirada de un sujeto, con una estética pastichesca propia de dicho barrio: o sea, gente, mucha, colores, diversos, kitch, mucho kitch, escenas bizarras, judíos ortodoxos conversando con coreanos (mientras bolivianos pasan corriendo). Y este plasmar de Burman conforma su propia mirada, y no una supuesta mirada esperable. Y es en este proceso subjetivo donde comienza a pergeñarse interés en el film, y en la historia que se narra. Comienza a aparecer un algo genuino, un algo tangible, provocativo, discutible, pero por que hay toma de posición, porque hay una subjetividad que sale y dice.
Y la mirada de Ariel (Daniel Hendler, haciendo una vez más de él mismo, o lo que deja entrever de ese él mismo que se ve de él, galardonado con el Oso de plata por su actuación), es un mirar el mundo desde la visión de un tipo (nada extraordinario), en una situación particular (nada espectacular), de conflictividad sobria. Su mirar (que resulta asombroso por su falta de sorpresa, de extracotidianeidad), no deja de poseer sin embargo, ese prototípico carácter posmoderno de mirada irónica, despojada, aunque (y esto es exclusivo mérito de Hendler) de cínica ternura. Y el cariño solapado de su mirar se debe a que lo que mira, no es otra cosa que su universo (no más, no menos): la galería del Once, de vida en apariencia (solo en apariencia) monótona, insignificante para el transeúnte que camina a paso redoblado.

El universo de la galería (eje espacio-significativo del film) está compuesta por un grupo social construido (por Daniel Burman, coguionista del film junto al escritor Marcelo Birmajer -un asiduo explorador de historias de judíos contemporáneos-) a partir de estereotipos: judíos, italianos, coreanos, peruanos, bolivianos (cada uno de estas caricaturas ligada a sus idiosincrasias correspondientes). Estereotipos, que sin embargo, no son disimulados, ni escondidos. Que incluso revelan una discriminación social-racial que no es conflictuada por quienes la viven (soportan), naturalizada, y así mostrada por el director. Este mostrar el mecanismo estereotipante posibilita específicamente adentrarse en las historias, vivirlas, compartiendo, formando parte de la lógica caricaturesca, una sensación de no engaño, de no impostación es la que genera así Burman, de manera meritoria, prodigiosa.

Interesante estética decía, porque se deduce menos complejo el representar escenográficamente zonas homogéneamente compuestas, no como el Once, en todo su esplendor decadentoso y multicolor. Interesante porque Burman utiliza el recurso de cámara en mano, con hiperquinético movimiento, que si bien resulta cansador, excesivo, y hasta por momentos provoca mareos, le imprime al film vigor, audacia, contemporaneidad, aunando requerimientos de públicos diversos, de estéticas, modos de percepción en apariencia divergentes.

Anclada en un humor entre seco y coloquial, y un sentimentalismo (no sentimentaloide) de dulce sordidez, de cierto patetismo latente, la historia se apega (y cimienta), desde un sesgo costumbrista, en cuestiones hereditarias, hábitos, propios de cada familia y propios de cada cultura (judía, coreana, etc.) Diferencias culturales que se matizan, se sobrepasan por las ansias de sobrevivir, de salir adelante, en clima solidario, compartido. Una clase media baja, con sus rutinas y tics de clase que la resguardan, protegen, y conservan. Lo compartido, sin embargo, como un sello unificante de esas vidas de galería. Lo único partido parece ser la relación de Ariel con su padre (conflicto eje de la historia), relación quebrada por la huida de este a Israel (las guerras también son buenas excusas, al menos por un tiempo), e intentada ser restablecida por el mismo prófugo chocando ante una nueva realidad, un hijo que cuestiona su anterior proceder. Un abrazo que, aunque necesario, ansiado, se hace esperar, y que ya nunca poseerá la plenitud de los abrazo comúnmente compartidos (entre otras cosas, porque el padre perdió un brazo en la guerra)

Con una excelente actuación de Adriana Aizenberg (como una "idishemame" absorbente y soñadora), el mencionado papel protagónico de Hendler (una especie de fetiche del "cine novo argento"), y Sergio Boris (hermano en la ficción de Hendler, demostrando su capacidad y versatilidad interpretativa vislumbrada -apenas- dentro de las huestes de Marcelote Tinelli), El abrazo partido es un film de original plenitud, basado en una capacidad (la de su director) engendrada película tras película, y que devela, no solo que estamos en presencia de un futuro ganador de más premios internacionales (único ratificador de prestigio para algunos), sino la necesidad de una política cinematográfica de carácter nacional, que posibilite a los jóvenes/directores/promesas convertirse en maduras realidades.


Publicada en Leedor el 26-3-2004

lunes, 14 de junio de 2010

Sentir Carancho (Por Marcelo Argañaraz)


Advertencia del autor: Me dicen que el comentario tiene spoilers de la película. Yo no lo creo, pero por las dudas aviso: el párrafo que está separado y en cursiva, puede tener información de la película.

A mediados de los ochenta yo era un puber bandeño que iba todos los domingos al cine Renzi. Si bien lo hacía desde bien chico, a partir de los 12 o 13 años hacerlo se había convertido en una experiencia conciente: buscaba esa sensación que sólo viendo cine se puede tener.
Para esa época ya podíamos ir a la función “familiar”, que venía después de la “matinée”, lo que significaba películas más complejas, duras y sobre todo con algo de sexo. No era mucho, pero algo ya veíamos en pantalla. Casi siempre era una teta (o las dos) o tal vez el bello pubiano de alguna actriz italiana parada en un plano general.
Fue en esos años cuando el Renzi puso en cartel “An American Werewolf In London” a la que conocimos como “El hombre lobo americano”. Esa era una película “completa” para nosotros. Tenía de todo. Humor, miedo, efectos especiales y algo de sexo. Perfecta. Pero si algo me quedó en la mente sobre esa película fue la sensación que tuve durante toda la proyección y muchas horas después de que haya terminado. Cuando llega ese final apoteótico y para nada un happy ending, mientras los títulos subían por la pantalla, las luces se prendían y la gente comenzaba a irse, yo mantenía una sensación extraña de “no poder salir de la película”. Era algo raro, quizás escalofriante, pero a la vez placentero. Mientras caminaba por calle Besares en dirección a mi casa, sentía un leve mareo y las luces de la ciudad de noche ayudaban a esa confusión. Recuerdo que fuimos a “jugar a los jueguitos” en frente de la policía y yo seguía bajo el influjo de la película. Como si una nueva forma de percepción se hubiera abierto en mí y que aun no podía manejar por cuenta propia. Me pasó con varias películas desde entonces (Barton Fink, Seven, Amores Perros, Magnolia…) y me volvió a pasar ahora, cuando vi “Carancho”.
La nueva película de Pablo Trapero (Mundo Grúa, El Bonaerense, Leonera) fue para mí, una de esas películas que se sienten. Que no sólo se ven o miran. Comienza con unos fotogramas fijos de vidrios rotos en el asfalto y sonido ambiente de ciudad en ebullición. Trapero parece querer a su público porque desde ese momento cero, lo va preparando para una experiencia que sabe va a demandar muchas sensaciones. “Les voy a pegar una piña en la cara que los puede deformar de por vida”, parece decir, “pero porque los quiero debo anunciarles que eso va a pasar, para que se cubran”. O nos dejemos pegar, si eso queremos.


De inmediato pasa a una escena donde el actor más reconocido del cine argentino hoy, Ricardo Darín, recibe una paliza de perro huevero que le pegan dos tipos. Y parece merecerla. Pum. En medio de la nariz. Trapero pega primero. Pero es gentil. Todavía.
Darín es Cesar Sosa, un abogado que hace honor al título de la película. Labura en un estudio jurídico incorporado a esa subsidiaria mafiosa que detenta juicios por accidentes de tránsito sin ningún tipo de escrúpulos. Obvio, es una mafia. Pero Sosa (como un apodo) parece haber caído en eso. Perdió su licencia de abogado y Trapero no nos dice cual es la causa. Sosa dice algo así como que no fue su culpa. Y le creemos. Quizás porque Sosa es Darín. Claro que Sosa es un garca, pero no es el garca de “Nueve Reinas” que se merecía el plan maestro. Sosa quiere dejar de ser garca y más aun cuando conoce a Luján.
Luján es médica. Es joven, idealista y ama su profesión. Sale como paramédica de noche por Buenos Aires para hacer sus primeras armas. Atiende con afecto a los pacientes incluso a los indeseables. En una de esas noches (la película entera parece pasar de noche como “Seven” parece suceder en una ciudad donde todo el tiempo llueve, detalles que debe tener todo film noir que se precie de tal) es que Luján conoce a Sosa. Y se enamoran. Ahí es cuando Trapero baja la cámara del hombro y la pone en un trípode y retrata el nacimiento de ese amor, con un pulso más lento. Hace encuadres donde el contexto ya no está en llamas y se convierte en escenario para el romance. Pero cuando sale de eso, la cámara vuelve al hombre y a correr, amigos.



Lo que pasa entre esto que conté y el final, es necesario no saberlo. Me puedo hacer el cool hablando sobre los planos secuencia infernales que se mandó Trapero o los distintos niveles de actuación que muestra Darín hoy, pero prefiero contarles que me sentí aprisionado por la desesperanza de estos dos personajes, ambos dueños de títulos que toda madre bandeña sueña para sus hijos y que se ve, no son garantía de ninguna felicidad. Me sentí cautivado por esa historia de amor que se lucha y se construye muy a pulmón, con sexo pasional sin encuadres eróticos ni posiciones amatorias románticas. Me sentí ahogado por el nivel de injusticia que no para, esa que nos vuelve, como a Susanita de Mafalda, en ese ser que dice “menos mal que no me pasa eso a mí”. Me sentí respetado por un tipo que hace una película sin subestimarme y dejar los puntos suspensivos para que los llene en mi cabeza, como toda buena historia. Y que me sentí feliz de volver a sentir esa sensación que nació hace ya tantos años atrás y que rejuvenece mi romance eterno con el cine, con esa forma de arte que me identifica y, hasta en algunas ocasiones, me determina.

sábado, 22 de mayo de 2010

Proyectamos "Raymundo" en el Día del Documentalista

"En 1976, las fuerzas armadas -convertidas en ejército de ocupación al servicio del imperio neoliberal- dan comienzo al más siniestro plan de aniquilamiento de la resistencia obrera, popular y antiimperialista.
En este contexto es secuestrado, torturado y asesinado nuestro compañero documentalista Raymundo Gleyzer. Este 27 de Mayo se cumplen 34 años de su secuestro a manos de un grupo de tareas de la dictadura genocida.
Recordarlo no sólo es hacer honor a su memoria y lo que significó el Cine de la base. También es recordar el camino que él dejó marcado para los documentalistas".

La Moviola se enorgullece en proyectar "Raymundo", película escrita y dirigida por Ernesto Ardito y Virna Molina, que cuenta la vida y obra de Raymundo Gleyzer, y a través de éstas se narra parte de la historia del cine revolucionario latinoamericano y las luchas de libera ción de los '60 y '70.
Gleyzer fue uno de los principales referentes del cine combativo y militante que integró el grupo Cine de la Base. Luego de su desaparición, su obra quedó en el olvido para la sociedad. Este documental busca devolver lo que las dictaduras latinoamericanas no pudieron destruir: la memoria, los ideales y el valor de la verdad.

martes, 18 de mayo de 2010

A pedido del público...

Queridos amigos:
E
sta semana los espera una joyita en el cineclub.Si quieren votar cual de las siguientes películas les gustaría ver, aqui les dejo la lista de las "candidatas":


1) La desconocida

"La desconocida" es Irena, una mujer que llegó a Italia hace muchos años desde Ucrania y todavía, en el momento en el que transcurre la acción, vive entre los fantasmas de su pasado y sus búsquedas del presente: dos planos temporales que interactúan en el relato, se superponen, y dan lugar a un intrigante rompecabezas, y a una potente tensión narrativa. ¿Quién es Irena verdaderamente? Poco a poco, su historia se va desplegando. Es una joven mujer que huyó de Europa del Este como muchas otras. Después de sobrevivir a un viaje dramático, fue víctima de hombres tan brutales como inescrupulosos. Irena sufrió humillaciones y malos tratos que vuelven permanentemente a su memoria y no le permiten tener paz. Sólo permanece un recuerdo hermoso: el de un melancólico y desgarrador amor perdido.





2) Food Inc.

¿Qué tanto sabemos de la comida que compramos en el supermercado y servimos a nuestras familias? En Food, Inc. Robert Kenner devela la verdad sobre la industria de alimentos en Estados Unidos, y expone un altamente mecanizado trasfondo que, con el consentimiento del gobierno, ha permanecido oculto. El

documental revela sorprendentes y a menudo escandalosas verdades sobre lo que comemos y la manera en que se produce, el costo que representa para nuestra salud y cómo esta ola de cambio está afectando a la industria mundial de alimentos.






3) La cinta blanca

Inexplicables acontecimientos perturban la tranquila vida de un pueblo protestante en el norte de Alemania en 1913, justo antes de la Primera Guerra Mundial. Un cable que provoca una terrible caída al médico del pueblo, un granero que se quema, alguien que aparece salvajemente torturado... ¿Quién está detrás de todo esto? Los niños y adolescentes del coro del colegio y de la iglesia dirigido por el maestro, sus familias, el barón, el administrador, el médico, la comadrona y los granjeros conforman una historia que reflexiona sobre los orígenes del fascismo en vísperas de la I Guerra Mundial.






4) El profeta

Condenado a seis años de prisión, Malik El Djebena (Tahar Rahim) no sabe leer ni escribir. Cuando llega a la cárcel completamente solo, parece más joven y frágil que los demás presos. Tiene 19 años. Arrinconado por el cabecilla de la banda de corsos que domina la prisión, le encomiendan una serie de “misiones” que debe cumplir para hacerse más fuerte y ganarse la confianza del líder. Pero Malik es valiente y aprende rápido, e incluso se atreve a hacer sus propios planes.



5) La batalla de Argel

Es una película filmada en blanco y negro que retrata los orígenes, el desarrollo y el fin del enfrentamiento entre el Frente de Liberación Nacional (FLN) de Argelia y las autoridades coloniales francesas en la ciudad de Argel entre 1954 y 1957, con un rápido salto final que conduce hasta el momento de la independencia de Argelia en 1962. Para ello, sigue los pasos de uno de los más destacados activistas de la casbah de Argel, Omar Alí La Pointe, desde sus años de juventud en los que se gana la vida como trilero y macarra hasta su muerte en septiembre de 1957, acorralado por las tropas paracaidistas francesas.

Tras la dolorosa derrota de Dien Bien Phu, la Legión Extranjera francesa tiene algo que probarse a sí misma. La oportunidad de hacerlo parece estar en Argel, una de las colonias galas más cercanas a la metrópoli pero cuyos habitantes han entrado definitivamente en el camino de la independencia. Así, argelinos y legionarios se enzarzarán en una brutal contienda, en la que la tortura, la traición y el asesinato serán las armas más empleadas.

Un filme comisionado por el gobierno argelino que intenta mostrar la guerra de la independencia de ese país desde la perspectiva de ambos bandos. Rodada con un estilo semi-documental y ganadora de numerosos premios (entre ellos el León de Oro y el FIPRESCI del Festival de Venecia), la cinta pretende ser una reflexión sobre cómo la guerra embrutece a todos aquellos que participan en ella.


6) Synecdoche, New York

Charlie Kaufman (es el autor de aclamados trabajos como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Confesiones de una mente peligrosa, El ladrón de orquídeas y ¿Quieres ser John Malkovich?) retoma la línea absurda y delirante de sus guiones para Spike Jonze (productor del proyecto) con la historia de un director de teatro neurótico e hipocondríaco que es abandonado por su familia y decide montar una obra épica que incluye la reconstrucción de una suerte de Nueva York en miniatura para recrear allí los dramas de su caótica existencia. Con un presupuesto de 20 millones de dólares aportados por productoras independientes y con apenas 45 días de rodaje para concretar las 204 escenas del guión, esta opera prima megalómana, artificiosa y deslumbrante resulta una verdadera rareza llena de hallazgos (y de tropiezos parciales) para no dejar pasar.




7) La carretera

En un futuro quizá no lejano, en un sombrío mundo post-apocalíptico, un padre (Viggo Mortensen) trata de poner en lugar seguro a su hijo (Kodi Smit-McPhee). El planeta ha sido arrasado por un misterioso cataclismo, y en medio de la desolación un padre y su hijo viajan hacia la costa para buscar un lugar seguro donde asentarse. Durante su travesía se cruzarán con los pocos seres humanos que quedan, los cuales o bien se han vuelto locos, o se han convertido en caníbales... Adaptación de la aclamada novela -ganadora del Premio Pulitzer- de Cormac McCarthy (autor de "No es país para viejos").