domingo, 20 de junio de 2010

Aguante Trapero... y Martina Gusman (Por Kenneth Miller)


Como éstas palabras se refieren a la excelente película “Carancho” y no componen una sesión de terapia, intentaré no referirme a mis problemas con el cine nacional…aunque, ahora que lo pienso bien, es casi inevitable ¿no?
Vamos por partes. Yo, argentino nativo, no tengo absolutamente nada en contra del cine de mí país; tampoco ha sido coptado mi gusto por el cine de industria (comercial, norteamericano sobre todo); soy perfectamente capaz de disfrutar cine foráneo actual, como “La desconocida” (Italia, 2006), o de antaño, como “M” (Alemania, 1930), o latinoamericano, como “La estrategia del caracol” (Colombia, 1993). Al no tener antecedentes de escritor puedo darme el lujo de acudir a una expresión vulgar: no le hago asco a nada (sí de cine se trata).
¿Por qué tantas aclaraciones entonces? He aquí mi problema: de niño, creciendo, en general, el cine argentino me mata del aburrimiento. Ni los trailers parecen divertidos. Imagino gente inultando o mofándose de mí ignorancia. Pero, como espectador, siento que crecí frente a un cine argentino carente de historias. Guiones para cine, si: muchos (no tanto tampoco). Pero historias, tramas actuales, pegadizas, personajes con los cuales identificarse (divertirse, o llorar) poco de eso. Sentía que el cine argentino me ponía en la posición de “pong” ¿se acuerdan, el primer video juego del mundo? Una pelotita (¡Pong!) que rebota entre dos barras ubicadas a los extremos. En un extremo cine estúpido y ridículo (Rambito y Rambón contra los ninjas de la brigada cola del espacio sideral) y en el otro, historias rebuscadas o de complejidad espiritual (De eso no se habla o El lado oscuro del corazón): no tengo ningún problema con éstas películas (buenas películas) pero a dónde estaban las películas que muestren un tipo o una mina que cualquiera de nosotros se podría cruzar en la calle, o que podría ser amigo nuestro o que tuviera una historia turbia (¡parecida a la de una película!).
Es una estupidez, baratija nacionalista, decir que hay que ir a ver peliculas argentinas porque hay que apoyar el cine nacional. Eso no es cierto. Uno va al cine porque quiere relacionarse con algo (un personaje, una historia, una canción que encuentra en la película) o porque se quiere distraer o pasar un buen rato. Asi que la manera de llevar gente es contando historias que nos pertenezcan, con personajes que nos pertenezcan.
De un tiempo a ésta parte películas como Nueve Reinas, Tango Feroz, El hijo de la novia, El abrazo partido, se encargaron de contar historias (nuestras, entretenidas) y de llevar gente al cine.
Porque esas películas nos pertenecen, como Luján y Sosa nos pertenecen. Los protagonistas de Carancho son palpables, los tenemos muy cerca. Luján es una médica de guardia ganada por el cansancio, y la soledad. Sosa es una cagador (pero caga a empresas de seguro que son cagadoras por definición, asi que…) y como tal, está solo. Los cagadores, aunque viven rodeados de gente, están solos.
Éste es el mundo de Carancho: Sosa se dedica a rondar hospitales y funerarias en busca de demandas por accidentes de tránsito conoce a Luján que baja de una ambulancia para auxiliar a un futuro cliente de Sosa. En el negocio de las demandas por accidentes de tránsito (los argentinos creen que arriba del auto son Maradona contra los ingleses por lo que las estadísticas son espantosas, un distintivo nacional) están implicados: médicos, enfermeros, ambulancistas, funerarias, la policía y, por supuesto, abogados caranchos. Ese negocio y esa mafia (“La Fundación” en la película) también nos pertenece.
Ahora bien a ese retrato local hay que agregarle ficción, hacer una muy buena película, contarle algo más al espectador. Entonces Sosa se enamora de Lujan (la escena del intercambio de miradas entre ellos cuando toman café junto a otros: una joyita) y el amor produce un cambio en Sosa (porque en toda película todo personaje debe afrontar un cambio, sino a qué vamos al cine) quiere dejar “la fundación”, quiere vivir con la mujer que encontró. Luján guarda sus secretos (como todos), es adicta a los calmantes, quiere dejar de estar tan sola, y cuando esté segura del amor de Sosa va a ser capaz de mandarse a hacer cualquier cosa por el amor que encontró. Así entra a escena la seducción, el sexo, la violencia, la sangre, la música, los sonidos de una ciudad aturdida, en éste caso, en sus calles y avenidas.
Qué buena película, por favor. Pablo Trapero (el director) te tira con todo, un mazazo. Sí no se conmueve con lo que le dan allí vaya al médico porque tiene un problema de circulación en las venas. De éste “mazazo” quiero rescatar la delicadeza de Martina Gusmán en el tono monocorde, aunque gentil, con sus pacientes, en los gemidos al hacer el amor con Sosa pero (he aquí la construcción de un personaje) esa delicadeza está lejos de las consecuencias que Luján está dispuesta a afrontar con tal de escapar del mundillo en el cual ella y Sosa están atrapados.
Atrapante el escenario puesto por Trapero: nocturno, violento, sangriento, con un resquicio para el amor.
Usted vaya, pague la entrada y vea buen cine argentino. Pero, por favor, preste atención cuando cruce la calle y maneje con cuidado.

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