martes, 29 de junio de 2010

Food, Inc. (de Josefina García Pullés)


“Todos tenemos que comer un poco de mierda de vez en cuando”, decía el personaje de Bruce Willis en Fast Food Nation. Y si con esa frase, y un buen libro como pedestal (Fast Food Nation, de Eric Schlosser), Linklater no logró convencernos del todo, Kenner llega con Food Inc. para tomar al mismo sistema alimenticio y acribillarlo con una película política, didáctica y entretenida. Porque aunque este documental no dice nada nuevo, dice lo que dice con firmeza y corazón (político, humano y gastronómico). Y eso da la nota al recorrido que esta película hace por la cadena alimenticia desde los testimonios del mencionado Schlosser (coguionista de la película de Linklater y coproductor de ésta), de Michael Pollan (autor del libro The Omnivore's Dilemma: A Natural History of Four Meals), de varios y muy diferentes granjeros, de algunos trabajadores del campo y hasta de una mujer cuyo hijo murió por la escherichia coli contraída al comer en un local de comida rápida. Pero aquí no sólo se cuestiona a Mc Donald’s y sus derivados; aquí también se cuestiona y se ataca a la comida disfrazada de comida. Y para materializar ese ataque, Kenner nos pasea por mataderos, granjas, plantaciones, criaderos de pollos, fábricas, oficinas e incluso por la Casa Blanca. Y, de paso, nos sumerge en la rutina alimenticia de una familia y nos muestra cómo, en los Estados Unidos, resulta mucho más barato comer mierda que comer comida. Entonces Food Inc., que nunca pierde peso político, sale a cuestionar, por ejemplo, a la gente de Wal-Mart y a escupir, por ejemplo, a las grandes corporaciones que eligieron no hablar. Entonces Robert Kenner transforma un tema imprescindible en una buena película, que Michael Moore seguro habría destrozado, buscando evitar un futuro que nos encuentre, cual hombres de la nave espacial de WALL-E, desconociendo las verdaderas fuentes de vida.

lunes, 21 de junio de 2010

Hace cuanto que te espero (por Kenneth Miller)


El título de este comentario podría haber sido, también, el título de la película “Hace Mucho que te Quiero” (Francia, 2008).
Aunque pueda parecer (lo es, a gran modo) muy compleja, en realidad, la trama de la película parte de una fórmula conocida en cine, ésta es: reaparece luego de varios años un personaje misterioso (una mujer, en este caso) que habla poco y que, se sospecha, carga con un pasado trágico. Ahora bien, lo que la película devela con maestría (lección en guión-dirección de Philippe Claudel) es el pasado y presente del personaje central, Juliette, interpretado por Kristin Scott Thomas (inigualable).
Como el gotero de un suero, en el momento justo, se desprende una milimétrica cantidad de información que recorre las ominosas sospechas que se tienen del pasado de Juliette, sobre todo cuando rápidamente se deduce que ha estado muchos años en prisión.
Elsa Zylberstein interpreta a Léa, hermana menor, por varios años de diferencia, de Juliette; ésta recuerda que cuando salía de la facultad buscaba a la pequeña Léa de las clases de ballet, Léa no lo recuerda: apenas tiene memoria de actividades con su hermana mayor. Sin embargo Léa busca a Juliette y la incorpora a su vida familiar, el motivo de la ausencia de Juliette es innombrable, el marido de Léa quiere ser un buen esposo por lo que trata de disímular su inconmodidad (falla en el intento pero persevera), la sobrina mayor de Juliette es ajusticiada al silencio cada vez que pregunta a la tía dónde estaba los últimos años.
Léa no se rinde, a pesar del mutismo de Juliette, de la vieja prohibición de los padres de tener algún tipo de contacto con su hermana mayor “Me prohibieron que te escriba” “Después que te fuiste pasé a ser hija única”.
Léa no se rinde, quiere ser el pilar de su hermana mayor, el dolor contenido en el rosto de Juliette se desgaja de a poco pero sin hacer parte de su sufrimiento a Léa (que es lo que más desea).
Léa no se rinde, es la socia silenciosa de su hermana, hace el aguante pero intuye (sabe) que algo en el pasado de Juliette está sin revelar por lo que llegará el momento de confrontar a su hermana mayor...

“Hace mucho que te quiero”, cuyo título original es “il Y a longtemps qe je taime” (aunque a mí personalmente me encanta la traducción inglesa: I've been loving you so long – Te he estado amando por tanto tiempo), es cine para adultos. Tan mal acostumbrados estamos a que las películas “tengan que” tener ritmo, deban ser ágiles, vertiginosas (no vaya a ser que uno tenga tiempo para pensar por sí mismo) que, tal vez, ésta película puede ayudar a desempolvar el aceleramiento cotidiano. A aquellas, abiertas o clandestinas, almas pochocleras advierto: la película no es lenta, pesada o aburrida; todo lo contrario, sobrepasa de intensidad. Es, justamente, una invitación a advertir que en una película la intensidad de los personajes o las relaciones humanas desarrolladas pueden ser reconocidas por otros signos a los que habitualmente nos tiene acostumbrado el cine o la televisión, doy ejemplo: un personaje “atormentado” para ser reconocido como tal por el espectador no sólo, o siempre, necesita dar portazos, golpear algo o alguien, arrojar objetos, insultar, reírse a carcajadas o elevar la voz (en la película se grita una vez).
El dolor, la angustia, de Juliette se puede reconocer en sus ojos tristes, en la constancia para esquivar el contacto visual, para huir o cortar un posible diálogo, en el acto reflejo a andar con la cabeza gacha, en el modo de apretar los dientes y mover la quijada cada vez que prende un cigarrillo. Mientras que la solidaridad de Léa se nota en la búsqueda de la mirada que la hermana esquiva, en no preguntar hasta que lo crea necesario, en contenerse en las pautas que Juliette ofrece, en su ansiedad para que las conversaciones fluyan o se extiendan, en la manera en que disímula el dolor que la ausencia le causó ya que entiende que el dolor de la hermana mayor es más fuerte. Este es el modo en que las dos actrices se manejan y así transcurren los lapsos de la película hasta que el gotero suelta su dósis y nos enteramos algo más de Juliette. Y aunque las actuaciones se complementan en su excelencia creo que la de Kristin Scott Thomas -Juliette- (he aquí el real motivo que me llevó a escribir) puede proyectarse como una de las cinco mejores actuaciones femeninas del siglo, sólo Kate Winslet -potencialmente y a menos que surja una sorpresa- podría ofrecer una actuación de tal calibre en unos 15 o 20 años; la mayor edad importa. Suena exagerado, lo reconozco, y el paso del tiempo (del siglo, específicamente) validará o no una efímera opinión pero imagino a profesores de actuación en todo el mundo cortando y recortando las escenas de (la Inglesa) Kristin. La mejor prueba sería la siguiente (la que nadie, ni yo, tiene tiempo de hacer) invito a ver la película dos veces, sólo que en la segunda oportunidad intenten verla sin leer los subtítulos: notarán que todos los gestos de Juliette (y Léa) cuentan la película de principio a fin.
Los premios, los reconocimientos, que haya recibido Kristin Scott Thomas los desconozco pues son aún más efímeros que mi opinión; el sustento en el tiempo es la medida del valor de una obra en el arte...sino ¿por qué creen que se encuentran discos de los Beatles o Mozart, todos los días, en cualquier disquería del mundo?

Hace mucho que te quiero es, repito, cine para adultos. Con ello me refiero (los que piensan en Sasha Grey, deténganse ya) a un cine de madurez, antes que biológica, emocional, artística, cultural y cinematográfica.
Desde un lugar, detrás de los cabales recuerdos, donde todo está sigilosamente disperso Léa reconoce sentimientos hacia su hermana mayor, que sortean la ausencia, despreocupándose de por qué o de dónde vienen y que impulsan a contenerla.
No recuerdo con precisión los diálogos pero mientras veía la película imaginé que la hermana menor, que tanto anhelaba recuperar a la hermana mayor, decía: ...estoy aquí...por ti...¿lo sabes?...te espero...¿vendrás?...¿estarás aquí, conmigo?...te he estado amando por tanto tiempo.

domingo, 20 de junio de 2010

Aguante Trapero... y Martina Gusman (Por Kenneth Miller)


Como éstas palabras se refieren a la excelente película “Carancho” y no componen una sesión de terapia, intentaré no referirme a mis problemas con el cine nacional…aunque, ahora que lo pienso bien, es casi inevitable ¿no?
Vamos por partes. Yo, argentino nativo, no tengo absolutamente nada en contra del cine de mí país; tampoco ha sido coptado mi gusto por el cine de industria (comercial, norteamericano sobre todo); soy perfectamente capaz de disfrutar cine foráneo actual, como “La desconocida” (Italia, 2006), o de antaño, como “M” (Alemania, 1930), o latinoamericano, como “La estrategia del caracol” (Colombia, 1993). Al no tener antecedentes de escritor puedo darme el lujo de acudir a una expresión vulgar: no le hago asco a nada (sí de cine se trata).
¿Por qué tantas aclaraciones entonces? He aquí mi problema: de niño, creciendo, en general, el cine argentino me mata del aburrimiento. Ni los trailers parecen divertidos. Imagino gente inultando o mofándose de mí ignorancia. Pero, como espectador, siento que crecí frente a un cine argentino carente de historias. Guiones para cine, si: muchos (no tanto tampoco). Pero historias, tramas actuales, pegadizas, personajes con los cuales identificarse (divertirse, o llorar) poco de eso. Sentía que el cine argentino me ponía en la posición de “pong” ¿se acuerdan, el primer video juego del mundo? Una pelotita (¡Pong!) que rebota entre dos barras ubicadas a los extremos. En un extremo cine estúpido y ridículo (Rambito y Rambón contra los ninjas de la brigada cola del espacio sideral) y en el otro, historias rebuscadas o de complejidad espiritual (De eso no se habla o El lado oscuro del corazón): no tengo ningún problema con éstas películas (buenas películas) pero a dónde estaban las películas que muestren un tipo o una mina que cualquiera de nosotros se podría cruzar en la calle, o que podría ser amigo nuestro o que tuviera una historia turbia (¡parecida a la de una película!).
Es una estupidez, baratija nacionalista, decir que hay que ir a ver peliculas argentinas porque hay que apoyar el cine nacional. Eso no es cierto. Uno va al cine porque quiere relacionarse con algo (un personaje, una historia, una canción que encuentra en la película) o porque se quiere distraer o pasar un buen rato. Asi que la manera de llevar gente es contando historias que nos pertenezcan, con personajes que nos pertenezcan.
De un tiempo a ésta parte películas como Nueve Reinas, Tango Feroz, El hijo de la novia, El abrazo partido, se encargaron de contar historias (nuestras, entretenidas) y de llevar gente al cine.
Porque esas películas nos pertenecen, como Luján y Sosa nos pertenecen. Los protagonistas de Carancho son palpables, los tenemos muy cerca. Luján es una médica de guardia ganada por el cansancio, y la soledad. Sosa es una cagador (pero caga a empresas de seguro que son cagadoras por definición, asi que…) y como tal, está solo. Los cagadores, aunque viven rodeados de gente, están solos.
Éste es el mundo de Carancho: Sosa se dedica a rondar hospitales y funerarias en busca de demandas por accidentes de tránsito conoce a Luján que baja de una ambulancia para auxiliar a un futuro cliente de Sosa. En el negocio de las demandas por accidentes de tránsito (los argentinos creen que arriba del auto son Maradona contra los ingleses por lo que las estadísticas son espantosas, un distintivo nacional) están implicados: médicos, enfermeros, ambulancistas, funerarias, la policía y, por supuesto, abogados caranchos. Ese negocio y esa mafia (“La Fundación” en la película) también nos pertenece.
Ahora bien a ese retrato local hay que agregarle ficción, hacer una muy buena película, contarle algo más al espectador. Entonces Sosa se enamora de Lujan (la escena del intercambio de miradas entre ellos cuando toman café junto a otros: una joyita) y el amor produce un cambio en Sosa (porque en toda película todo personaje debe afrontar un cambio, sino a qué vamos al cine) quiere dejar “la fundación”, quiere vivir con la mujer que encontró. Luján guarda sus secretos (como todos), es adicta a los calmantes, quiere dejar de estar tan sola, y cuando esté segura del amor de Sosa va a ser capaz de mandarse a hacer cualquier cosa por el amor que encontró. Así entra a escena la seducción, el sexo, la violencia, la sangre, la música, los sonidos de una ciudad aturdida, en éste caso, en sus calles y avenidas.
Qué buena película, por favor. Pablo Trapero (el director) te tira con todo, un mazazo. Sí no se conmueve con lo que le dan allí vaya al médico porque tiene un problema de circulación en las venas. De éste “mazazo” quiero rescatar la delicadeza de Martina Gusmán en el tono monocorde, aunque gentil, con sus pacientes, en los gemidos al hacer el amor con Sosa pero (he aquí la construcción de un personaje) esa delicadeza está lejos de las consecuencias que Luján está dispuesta a afrontar con tal de escapar del mundillo en el cual ella y Sosa están atrapados.
Atrapante el escenario puesto por Trapero: nocturno, violento, sangriento, con un resquicio para el amor.
Usted vaya, pague la entrada y vea buen cine argentino. Pero, por favor, preste atención cuando cruce la calle y maneje con cuidado.

jueves, 17 de junio de 2010

Compartamos el abrazo (Por Sebastian Russo)



Dos Osos de Plata conseguidos en la Berlinale por una película argentina, uno de ellos a mejor film, se vuelve un dato ineludible como primer referencia a dicho film, incluso como dato enconadamente relevante para una filmografía nacional como la argentina (que sí bien está de moda en la elite cinéfila mundial, no consigue transformarse en una industria autosustentable -quizás no haya que lamentar tanto que tal cosa no suceda, quizás-)

Daniel Burman concreta en su cuarta película lo que muchos directores/promesa podrían concretar si su cuarta película hubiera podido ser parida. Concreta, Burman, poder plasmar su experiencia, sus ideas, todo su potencial (esperemos que sea sólo parte del mismo) en pos de una producción cinematográfica, que se vieron atisbados, en mayor o menor medida desarrollados, en sus anteriores largometrajes (Un crisantemo estalla en Cincoesquinas, Esperando al Mesías, y Todas las azafatas van al cielo). Llegar a una cuarta producción (casi una formalidad, una obviedad para directores de cine de otras realidades socio-económicas), parecería ser el punto justo (el punto caramelo) para medir fuerzas entre la propia capacidad (virtuosismo, tenacidad) y la requerida por el público de cine (sea este masivo o cinéfilo -antinomia que detesto, pero que no deja de dividir aguas-). En suma, Burman logró lo que muchas otros directores de cine hubieran conseguido si el camino hacia una nueva producción hubiera sido menos escarpado, si habrían llegado a lo que parece hoy una epopeya: la cuarta película (después de la tercera, de la segunda, y de aquel promisorio debut) (Que se entienda, no hablo, aun, de Burman, sino del cine nacional, y sus avatares, a contramano de los resultados -premios- que obtiene)

Una de las características destacables de El abrazo partido es la capacidad de su director de transformar una historia nimia, pequeña, a priori de escaso interés, en un diminuto universo (de lógica interna) de personajes que amalgaman sus acotados conflictos cuasi domésticos con los del mismo universo al que pertenecen, constituyendo una realidad dual (o multifórmica), rica, profunda, de implicancias ya no locales (ni personales) sino ampliadas (humanas).

En El abrazo partido se plasman un dar cuenta de un determinado espacio social (una galería del Once porteño) a través de la mirada de un sujeto, con una estética pastichesca propia de dicho barrio: o sea, gente, mucha, colores, diversos, kitch, mucho kitch, escenas bizarras, judíos ortodoxos conversando con coreanos (mientras bolivianos pasan corriendo). Y este plasmar de Burman conforma su propia mirada, y no una supuesta mirada esperable. Y es en este proceso subjetivo donde comienza a pergeñarse interés en el film, y en la historia que se narra. Comienza a aparecer un algo genuino, un algo tangible, provocativo, discutible, pero por que hay toma de posición, porque hay una subjetividad que sale y dice.
Y la mirada de Ariel (Daniel Hendler, haciendo una vez más de él mismo, o lo que deja entrever de ese él mismo que se ve de él, galardonado con el Oso de plata por su actuación), es un mirar el mundo desde la visión de un tipo (nada extraordinario), en una situación particular (nada espectacular), de conflictividad sobria. Su mirar (que resulta asombroso por su falta de sorpresa, de extracotidianeidad), no deja de poseer sin embargo, ese prototípico carácter posmoderno de mirada irónica, despojada, aunque (y esto es exclusivo mérito de Hendler) de cínica ternura. Y el cariño solapado de su mirar se debe a que lo que mira, no es otra cosa que su universo (no más, no menos): la galería del Once, de vida en apariencia (solo en apariencia) monótona, insignificante para el transeúnte que camina a paso redoblado.

El universo de la galería (eje espacio-significativo del film) está compuesta por un grupo social construido (por Daniel Burman, coguionista del film junto al escritor Marcelo Birmajer -un asiduo explorador de historias de judíos contemporáneos-) a partir de estereotipos: judíos, italianos, coreanos, peruanos, bolivianos (cada uno de estas caricaturas ligada a sus idiosincrasias correspondientes). Estereotipos, que sin embargo, no son disimulados, ni escondidos. Que incluso revelan una discriminación social-racial que no es conflictuada por quienes la viven (soportan), naturalizada, y así mostrada por el director. Este mostrar el mecanismo estereotipante posibilita específicamente adentrarse en las historias, vivirlas, compartiendo, formando parte de la lógica caricaturesca, una sensación de no engaño, de no impostación es la que genera así Burman, de manera meritoria, prodigiosa.

Interesante estética decía, porque se deduce menos complejo el representar escenográficamente zonas homogéneamente compuestas, no como el Once, en todo su esplendor decadentoso y multicolor. Interesante porque Burman utiliza el recurso de cámara en mano, con hiperquinético movimiento, que si bien resulta cansador, excesivo, y hasta por momentos provoca mareos, le imprime al film vigor, audacia, contemporaneidad, aunando requerimientos de públicos diversos, de estéticas, modos de percepción en apariencia divergentes.

Anclada en un humor entre seco y coloquial, y un sentimentalismo (no sentimentaloide) de dulce sordidez, de cierto patetismo latente, la historia se apega (y cimienta), desde un sesgo costumbrista, en cuestiones hereditarias, hábitos, propios de cada familia y propios de cada cultura (judía, coreana, etc.) Diferencias culturales que se matizan, se sobrepasan por las ansias de sobrevivir, de salir adelante, en clima solidario, compartido. Una clase media baja, con sus rutinas y tics de clase que la resguardan, protegen, y conservan. Lo compartido, sin embargo, como un sello unificante de esas vidas de galería. Lo único partido parece ser la relación de Ariel con su padre (conflicto eje de la historia), relación quebrada por la huida de este a Israel (las guerras también son buenas excusas, al menos por un tiempo), e intentada ser restablecida por el mismo prófugo chocando ante una nueva realidad, un hijo que cuestiona su anterior proceder. Un abrazo que, aunque necesario, ansiado, se hace esperar, y que ya nunca poseerá la plenitud de los abrazo comúnmente compartidos (entre otras cosas, porque el padre perdió un brazo en la guerra)

Con una excelente actuación de Adriana Aizenberg (como una "idishemame" absorbente y soñadora), el mencionado papel protagónico de Hendler (una especie de fetiche del "cine novo argento"), y Sergio Boris (hermano en la ficción de Hendler, demostrando su capacidad y versatilidad interpretativa vislumbrada -apenas- dentro de las huestes de Marcelote Tinelli), El abrazo partido es un film de original plenitud, basado en una capacidad (la de su director) engendrada película tras película, y que devela, no solo que estamos en presencia de un futuro ganador de más premios internacionales (único ratificador de prestigio para algunos), sino la necesidad de una política cinematográfica de carácter nacional, que posibilite a los jóvenes/directores/promesas convertirse en maduras realidades.


Publicada en Leedor el 26-3-2004

lunes, 14 de junio de 2010

Sentir Carancho (Por Marcelo Argañaraz)


Advertencia del autor: Me dicen que el comentario tiene spoilers de la película. Yo no lo creo, pero por las dudas aviso: el párrafo que está separado y en cursiva, puede tener información de la película.

A mediados de los ochenta yo era un puber bandeño que iba todos los domingos al cine Renzi. Si bien lo hacía desde bien chico, a partir de los 12 o 13 años hacerlo se había convertido en una experiencia conciente: buscaba esa sensación que sólo viendo cine se puede tener.
Para esa época ya podíamos ir a la función “familiar”, que venía después de la “matinée”, lo que significaba películas más complejas, duras y sobre todo con algo de sexo. No era mucho, pero algo ya veíamos en pantalla. Casi siempre era una teta (o las dos) o tal vez el bello pubiano de alguna actriz italiana parada en un plano general.
Fue en esos años cuando el Renzi puso en cartel “An American Werewolf In London” a la que conocimos como “El hombre lobo americano”. Esa era una película “completa” para nosotros. Tenía de todo. Humor, miedo, efectos especiales y algo de sexo. Perfecta. Pero si algo me quedó en la mente sobre esa película fue la sensación que tuve durante toda la proyección y muchas horas después de que haya terminado. Cuando llega ese final apoteótico y para nada un happy ending, mientras los títulos subían por la pantalla, las luces se prendían y la gente comenzaba a irse, yo mantenía una sensación extraña de “no poder salir de la película”. Era algo raro, quizás escalofriante, pero a la vez placentero. Mientras caminaba por calle Besares en dirección a mi casa, sentía un leve mareo y las luces de la ciudad de noche ayudaban a esa confusión. Recuerdo que fuimos a “jugar a los jueguitos” en frente de la policía y yo seguía bajo el influjo de la película. Como si una nueva forma de percepción se hubiera abierto en mí y que aun no podía manejar por cuenta propia. Me pasó con varias películas desde entonces (Barton Fink, Seven, Amores Perros, Magnolia…) y me volvió a pasar ahora, cuando vi “Carancho”.
La nueva película de Pablo Trapero (Mundo Grúa, El Bonaerense, Leonera) fue para mí, una de esas películas que se sienten. Que no sólo se ven o miran. Comienza con unos fotogramas fijos de vidrios rotos en el asfalto y sonido ambiente de ciudad en ebullición. Trapero parece querer a su público porque desde ese momento cero, lo va preparando para una experiencia que sabe va a demandar muchas sensaciones. “Les voy a pegar una piña en la cara que los puede deformar de por vida”, parece decir, “pero porque los quiero debo anunciarles que eso va a pasar, para que se cubran”. O nos dejemos pegar, si eso queremos.


De inmediato pasa a una escena donde el actor más reconocido del cine argentino hoy, Ricardo Darín, recibe una paliza de perro huevero que le pegan dos tipos. Y parece merecerla. Pum. En medio de la nariz. Trapero pega primero. Pero es gentil. Todavía.
Darín es Cesar Sosa, un abogado que hace honor al título de la película. Labura en un estudio jurídico incorporado a esa subsidiaria mafiosa que detenta juicios por accidentes de tránsito sin ningún tipo de escrúpulos. Obvio, es una mafia. Pero Sosa (como un apodo) parece haber caído en eso. Perdió su licencia de abogado y Trapero no nos dice cual es la causa. Sosa dice algo así como que no fue su culpa. Y le creemos. Quizás porque Sosa es Darín. Claro que Sosa es un garca, pero no es el garca de “Nueve Reinas” que se merecía el plan maestro. Sosa quiere dejar de ser garca y más aun cuando conoce a Luján.
Luján es médica. Es joven, idealista y ama su profesión. Sale como paramédica de noche por Buenos Aires para hacer sus primeras armas. Atiende con afecto a los pacientes incluso a los indeseables. En una de esas noches (la película entera parece pasar de noche como “Seven” parece suceder en una ciudad donde todo el tiempo llueve, detalles que debe tener todo film noir que se precie de tal) es que Luján conoce a Sosa. Y se enamoran. Ahí es cuando Trapero baja la cámara del hombro y la pone en un trípode y retrata el nacimiento de ese amor, con un pulso más lento. Hace encuadres donde el contexto ya no está en llamas y se convierte en escenario para el romance. Pero cuando sale de eso, la cámara vuelve al hombre y a correr, amigos.



Lo que pasa entre esto que conté y el final, es necesario no saberlo. Me puedo hacer el cool hablando sobre los planos secuencia infernales que se mandó Trapero o los distintos niveles de actuación que muestra Darín hoy, pero prefiero contarles que me sentí aprisionado por la desesperanza de estos dos personajes, ambos dueños de títulos que toda madre bandeña sueña para sus hijos y que se ve, no son garantía de ninguna felicidad. Me sentí cautivado por esa historia de amor que se lucha y se construye muy a pulmón, con sexo pasional sin encuadres eróticos ni posiciones amatorias románticas. Me sentí ahogado por el nivel de injusticia que no para, esa que nos vuelve, como a Susanita de Mafalda, en ese ser que dice “menos mal que no me pasa eso a mí”. Me sentí respetado por un tipo que hace una película sin subestimarme y dejar los puntos suspensivos para que los llene en mi cabeza, como toda buena historia. Y que me sentí feliz de volver a sentir esa sensación que nació hace ya tantos años atrás y que rejuvenece mi romance eterno con el cine, con esa forma de arte que me identifica y, hasta en algunas ocasiones, me determina.