jueves, 17 de junio de 2010

Compartamos el abrazo (Por Sebastian Russo)



Dos Osos de Plata conseguidos en la Berlinale por una película argentina, uno de ellos a mejor film, se vuelve un dato ineludible como primer referencia a dicho film, incluso como dato enconadamente relevante para una filmografía nacional como la argentina (que sí bien está de moda en la elite cinéfila mundial, no consigue transformarse en una industria autosustentable -quizás no haya que lamentar tanto que tal cosa no suceda, quizás-)

Daniel Burman concreta en su cuarta película lo que muchos directores/promesa podrían concretar si su cuarta película hubiera podido ser parida. Concreta, Burman, poder plasmar su experiencia, sus ideas, todo su potencial (esperemos que sea sólo parte del mismo) en pos de una producción cinematográfica, que se vieron atisbados, en mayor o menor medida desarrollados, en sus anteriores largometrajes (Un crisantemo estalla en Cincoesquinas, Esperando al Mesías, y Todas las azafatas van al cielo). Llegar a una cuarta producción (casi una formalidad, una obviedad para directores de cine de otras realidades socio-económicas), parecería ser el punto justo (el punto caramelo) para medir fuerzas entre la propia capacidad (virtuosismo, tenacidad) y la requerida por el público de cine (sea este masivo o cinéfilo -antinomia que detesto, pero que no deja de dividir aguas-). En suma, Burman logró lo que muchas otros directores de cine hubieran conseguido si el camino hacia una nueva producción hubiera sido menos escarpado, si habrían llegado a lo que parece hoy una epopeya: la cuarta película (después de la tercera, de la segunda, y de aquel promisorio debut) (Que se entienda, no hablo, aun, de Burman, sino del cine nacional, y sus avatares, a contramano de los resultados -premios- que obtiene)

Una de las características destacables de El abrazo partido es la capacidad de su director de transformar una historia nimia, pequeña, a priori de escaso interés, en un diminuto universo (de lógica interna) de personajes que amalgaman sus acotados conflictos cuasi domésticos con los del mismo universo al que pertenecen, constituyendo una realidad dual (o multifórmica), rica, profunda, de implicancias ya no locales (ni personales) sino ampliadas (humanas).

En El abrazo partido se plasman un dar cuenta de un determinado espacio social (una galería del Once porteño) a través de la mirada de un sujeto, con una estética pastichesca propia de dicho barrio: o sea, gente, mucha, colores, diversos, kitch, mucho kitch, escenas bizarras, judíos ortodoxos conversando con coreanos (mientras bolivianos pasan corriendo). Y este plasmar de Burman conforma su propia mirada, y no una supuesta mirada esperable. Y es en este proceso subjetivo donde comienza a pergeñarse interés en el film, y en la historia que se narra. Comienza a aparecer un algo genuino, un algo tangible, provocativo, discutible, pero por que hay toma de posición, porque hay una subjetividad que sale y dice.
Y la mirada de Ariel (Daniel Hendler, haciendo una vez más de él mismo, o lo que deja entrever de ese él mismo que se ve de él, galardonado con el Oso de plata por su actuación), es un mirar el mundo desde la visión de un tipo (nada extraordinario), en una situación particular (nada espectacular), de conflictividad sobria. Su mirar (que resulta asombroso por su falta de sorpresa, de extracotidianeidad), no deja de poseer sin embargo, ese prototípico carácter posmoderno de mirada irónica, despojada, aunque (y esto es exclusivo mérito de Hendler) de cínica ternura. Y el cariño solapado de su mirar se debe a que lo que mira, no es otra cosa que su universo (no más, no menos): la galería del Once, de vida en apariencia (solo en apariencia) monótona, insignificante para el transeúnte que camina a paso redoblado.

El universo de la galería (eje espacio-significativo del film) está compuesta por un grupo social construido (por Daniel Burman, coguionista del film junto al escritor Marcelo Birmajer -un asiduo explorador de historias de judíos contemporáneos-) a partir de estereotipos: judíos, italianos, coreanos, peruanos, bolivianos (cada uno de estas caricaturas ligada a sus idiosincrasias correspondientes). Estereotipos, que sin embargo, no son disimulados, ni escondidos. Que incluso revelan una discriminación social-racial que no es conflictuada por quienes la viven (soportan), naturalizada, y así mostrada por el director. Este mostrar el mecanismo estereotipante posibilita específicamente adentrarse en las historias, vivirlas, compartiendo, formando parte de la lógica caricaturesca, una sensación de no engaño, de no impostación es la que genera así Burman, de manera meritoria, prodigiosa.

Interesante estética decía, porque se deduce menos complejo el representar escenográficamente zonas homogéneamente compuestas, no como el Once, en todo su esplendor decadentoso y multicolor. Interesante porque Burman utiliza el recurso de cámara en mano, con hiperquinético movimiento, que si bien resulta cansador, excesivo, y hasta por momentos provoca mareos, le imprime al film vigor, audacia, contemporaneidad, aunando requerimientos de públicos diversos, de estéticas, modos de percepción en apariencia divergentes.

Anclada en un humor entre seco y coloquial, y un sentimentalismo (no sentimentaloide) de dulce sordidez, de cierto patetismo latente, la historia se apega (y cimienta), desde un sesgo costumbrista, en cuestiones hereditarias, hábitos, propios de cada familia y propios de cada cultura (judía, coreana, etc.) Diferencias culturales que se matizan, se sobrepasan por las ansias de sobrevivir, de salir adelante, en clima solidario, compartido. Una clase media baja, con sus rutinas y tics de clase que la resguardan, protegen, y conservan. Lo compartido, sin embargo, como un sello unificante de esas vidas de galería. Lo único partido parece ser la relación de Ariel con su padre (conflicto eje de la historia), relación quebrada por la huida de este a Israel (las guerras también son buenas excusas, al menos por un tiempo), e intentada ser restablecida por el mismo prófugo chocando ante una nueva realidad, un hijo que cuestiona su anterior proceder. Un abrazo que, aunque necesario, ansiado, se hace esperar, y que ya nunca poseerá la plenitud de los abrazo comúnmente compartidos (entre otras cosas, porque el padre perdió un brazo en la guerra)

Con una excelente actuación de Adriana Aizenberg (como una "idishemame" absorbente y soñadora), el mencionado papel protagónico de Hendler (una especie de fetiche del "cine novo argento"), y Sergio Boris (hermano en la ficción de Hendler, demostrando su capacidad y versatilidad interpretativa vislumbrada -apenas- dentro de las huestes de Marcelote Tinelli), El abrazo partido es un film de original plenitud, basado en una capacidad (la de su director) engendrada película tras película, y que devela, no solo que estamos en presencia de un futuro ganador de más premios internacionales (único ratificador de prestigio para algunos), sino la necesidad de una política cinematográfica de carácter nacional, que posibilite a los jóvenes/directores/promesas convertirse en maduras realidades.


Publicada en Leedor el 26-3-2004

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