jueves, 24 de mayo de 2012

Un triste tigre, el monstruo.


        El Monstruo cinematográfico, escribe Héctor Freire, es mucho más que un divertido engranaje del cine de género; cumpliría, además, una función muy especial dentro de la diégesis, es decir, del régimen que ordena la ficción: la función del escándalo y la denuncia. Esta conclusión  es menos reflexiva que etimológica; la raigambre del vocablo “Monstruo” puede rastrearse en el latín “monstrum” (signo, portento, prodigio), “monere” (avisar) y  “monstro”, que significa “mostrar”, concepto solidario a la vieja propiedad orgánica de la monstruosidad, que consiste en exhibir con el cuerpo el horror de eso que debería referirse en la enunciación o, lo que es lo mismo, replicar en la carne, hablar desde la carne sobre algo que la Ley sanciona como prohibido.
El Hollywood clásico (particularmente, los filmes de la Universal en los años 40 y 50) sirvió de caterva para la institucionalización de una multitud de fenómenos de la naturaleza, entre ellos, tal vez los más memorables, el sadeano Drácula de Bela Lugosi y el trágico Frankenstein, del magistral Boris Karloff. Ambos suponen, muy a su manera, un desafío a lo que entendemos por civilización y cultura ya que en ellos subsiste el impulso de ir más allá de toda prohibición. Cuando Mary Shelley escribió, en 1818, la triste historia del doctor Victor Frankenstein, la indagatoria ética a la ciencia era todavía más contundente de lo que podríamos imaginar hoy, porque la vida, todavía sostenida por el resabio iluminista del que la Aufklarung no terminaba de desperezarse, no debía, mediante la mano del hombre, trasvasar el macabro cercado de la muerte. El Nuevo Prometeo, una manufactura de la vehemencia cientificista que acabó rendida ante otra, más profundamente inescrupulosa, la del capitalismo y el mercado, plantea un enigma sobre la subjetividad: si el hombre es sujeto ¿de qué es sujeto el hombre?
                En Drácula la fórmula adquiere un erotismo místico todavía más inquietante, utilizando el folklore europeo con indulgente permeabilidad hacia  la pasión y el encanto aristocrático para elaborar el retrato de una lujuriosa criatura de la noche que nos absorbe la fantasía en la medida en que ella misma (una expresión sublimatoria de la cultura) goza de nosotros.
Aquí también, y sin mucho esfuerzo, nos sale al paso el tema de la transgresión, un más allá de la Ley que demarca, castra y prohíbe. La aventura, el coqueteo con todo límite, se transforma en pasión y devela la atronadora confesión muda del cuerpo; un ensayo creacionista en Frankenstein, un ser mal-dito (¿dicho?) en Drácula. La versión de Francis Ford Coppola de éste último mito fílmico, inspirada en la filiación histórica con Vlad Tepes, nos recuerda que la maldición del vampiro sobrevino tras un hecho mítico, acaecido como una des-gracia cientos de años antes. La pérdida del Don de la Gracia, es decir, la materia prima de la salvación, un permiso de Dios en tanto Ley y, también, en tanto Padre Simbólico, es el núcleo dramático en la germinación del Monstruo. Esta tragedia mítica consistió, nos indica el narrador, en el suicidio de la joven esposa de Drácula. Así pues, des-gracia y desafío al régimen de la divinidad hacen bisagra en la excepción: “soy malvado y monstruoso porque he sufrido injustamente”.
                En Oldboy, la tesis de Park Chan-wook sobre el Monstruo es una extensión del camino iniciado en Sympathy for Mr. Vengeance, un relato gobernado por la pasión y la sangre. En aquella, lo monstruoso todavía no era nombrado como tal, quizás por una obscenidad estética más reciliente a la poción del lenguaje. El Nombre del Padre, esa Ley que, decíamos, de-limita en el cuerpo y la cultura, derrapó trocando en “El nombre de la Venganza”, título con el que, llamativamente, la película fue distribuida en el mercado latinoamericano. Padre-Cimiento roto por el sismo de lo real, lo que, siguiendo la lección de Lacan, no pudo ser escrito, augurado o previsto. Padre-Cimiento descascarado y devenido Pade-Cimiento que emerge de las fisuras de lo simbólico y ataca violentamente al cuerpo.
En Oldboy el Monstruo está mucho más claramente bordeado, aunque no sin engaño, pues si bien es nombrado como tal en los primeros actos, la auténtica exhibición del escenario transgresivo que lo monstruoso denuncia se nos revela recién al final. Oh Dae-su, un héroe de tintas hamletianas, descubre que cometió, manipulado por la oscura voluntad de su rival, el abyecto crimen del incesto con una hija que suponía lejos de su camino de venganza, pero que no se atrevió a reclamar una vez liberado de la prisión en la que vivió durante quince años. De Hamlet a Edipo Rey, el clímax de la película llega con una donación purgativa: el héroe recorta su lengua, el órgano con el que ofendió a su rival muchos años atrás, en un tiempo accesible sólo tras una exhaustiva arqueología de la memoria.
                Ya desde el comienzo, se nos informa que Oh Dae-su significa “tomarse las cosas como vienen”, la impresión de una subjetividad arrastrada por des-conocidas fuerzas que pueden ser las de la divinidad, el destino o la crueldad arbitraria del azar. La maldición del nombre (decir-mal,nombrar-mal) se convertirá en el escollo más grave en esta oscura comedia de lo prohibido. Oh Dae-su no puede nombrarse Padre, Hombre o Sujeto de la Ley. Sabemos que su vida previa al cautiverio era una juerga lujuriosa que, de no haber acaecido la abducción, podría, por mérito propio, haber acabado con su matrimonio. Sin embargo, tras su liberación, deja pasar su oportunidad de reclamar su paternidad y elige el camino transgresivo de la vindicación. Ahí donde Dae-su parece dejar de “tomarse las cosas como vienen” porque se hace cargo de su venganza, es donde más vulnerable corre sobre las redes que su rival lleva tejiendo durante una eternidad. Vulnerable porque no hay Ley que lo sostenga, que lo sujete en su elaborada miseria, pero también porque nada lo protege de las maniobras de su enemigo. El desafío a toda Ley quedaba, a su vez, inscrito en ese cuerpo lacerado, capaz de abstraerse del dolor; un cuerpo que no es el mismo que fuera abducido, sino otro, sólido como una roca, plagado de marcas y heridas autoinflingidas para establecer, en un espacio sin demasiada evidencia del  tránsito de la vida, el paso del tiempo. Cuerpo-reloj, trabajado por Oh Dae-su y por su rival como un engranaje en el mecanismo de la venganza. Es esta impiedad sobre el cuerpo lo que retorna tópicamente a la cuestión del Monstruo en su vertiente más obscena, pero también, en el plano simbólico, una falla sustancial en el acto de nombrar, de decir (aunque más no sea como declaración íntima) “soy tu padre-eres mi hija”, un lazo sustentable sólo en la medida en que se renuncia al crimen del incesto. Por ello, el crimen (que fuera cometido en un plano de ignorancia, el no-saber-a-la-hija), es menos horroroso que su reincidencia final, cuando Dae-su vuelve a “tomarse las cosas como vienen” y so-porta el destino de su nombre asumiendo su rol de amante en detrimento de su función de padre, de la que Mi-do, su hija, nada sabe.
Si en Sympathy for Mr. Vengeance la fórmula podía reducirse a la certeza “Sé que eres una buena persona, pero tengo que matarte”, aquí podríamos sustituirla por otra: “sé que eres mi hija, pero debo seguir siendo tu amante”. Y es que al parecer nada fabrica Monstruos más dolorosos que la caída de la Ley y sus aberrantes consecuencias en el alma.      

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