Advertencia del autor: Me dicen que el comentario tiene spoilers de la película. Yo no lo creo, pero por las dudas aviso: el párrafo que está separado y en cursiva, puede tener información de la película.
A mediados de los ochenta yo era un puber bandeño que iba todos los domingos al cine Renzi. Si bien lo hacía desde bien chico, a partir de los 12 o 13 años hacerlo se había convertido en una experiencia conciente: buscaba esa sensación que sólo viendo cine se puede tener.
Para esa época ya podíamos ir a la función “familiar”, que venía después de la “matinée”, lo que significaba películas más complejas, duras y sobre todo con algo de sexo. No era mucho, pero algo ya veíamos en pantalla. Casi siempre era una teta (o las dos) o tal vez el bello pubiano de alguna actriz italiana parada en un plano general.
Fue en esos años cuando el Renzi puso en cartel “An American Werewolf In London” a la que conocimos como “El hombre lobo americano”. Esa era una película “completa” para nosotros. Tenía de todo. Humor, miedo, efectos especiales y algo de sexo. Perfecta. Pero si algo me quedó en la mente sobre esa película fue la sensación que tuve durante toda la proyección y muchas horas después de que haya terminado. Cuando llega ese final apoteótico y para nada un happy ending, mientras los títulos subían por la pantalla, las luces se prendían y la gente comenzaba a irse, yo mantenía una sensación extraña de “no poder salir de la película”. Era algo raro, quizás escalofriante, pero a la vez placentero. Mientras caminaba por calle Besares en dirección a mi casa, sentía un leve mareo y las luces de la ciudad de noche ayudaban a esa confusión. Recuerdo que fuimos a “jugar a los jueguitos” en frente de la policía y yo seguía bajo el influjo de la película. Como si una nueva forma de percepción se hubiera abierto en mí y que aun no podía manejar por cuenta propia. Me pasó con varias películas desde entonces (Barton Fink, Seven, Amores Perros, Magnolia…) y me volvió a pasar ahora, cuando vi “Carancho”.
La nueva película de Pablo Trapero (Mundo Grúa, El Bonaerense, Leonera) fue para mí, una de esas películas que se sienten. Que no sólo se ven o miran. Comienza con unos fotogramas fijos de vidrios rotos en el asfalto y sonido ambiente de ciudad en ebullición. Trapero parece querer a su público porque desde ese momento cero, lo va preparando para una experiencia que sabe va a demandar muchas sensaciones. “Les voy a pegar una piña en la cara que los puede deformar de por vida”, parece decir, “pero porque los quiero debo anunciarles que eso va a pasar, para que se cubran”. O nos dejemos pegar, si eso queremos.
De inmediato pasa a una escena donde el actor más reconocido del cine argentino hoy, Ricardo Darín, recibe una paliza de perro huevero que le pegan dos tipos. Y parece merecerla. Pum. En medio de la nariz. Trapero pega primero. Pero es gentil. Todavía.
Darín es Cesar Sosa, un abogado que hace honor al título de la película. Labura en un estudio jurídico incorporado a esa subsidiaria mafiosa que detenta juicios por accidentes de tránsito sin ningún tipo de escrúpulos. Obvio, es una mafia. Pero Sosa (como un apodo) parece haber caído en eso. Perdió su licencia de abogado y Trapero no nos dice cual es la causa. Sosa dice algo así como que no fue su culpa. Y le creemos. Quizás porque Sosa es Darín. Claro que Sosa es un garca, pero no es el garca de “Nueve Reinas” que se merecía el plan maestro. Sosa quiere dejar de ser garca y más aun cuando conoce a Luján.
Luján es médica. Es joven, idealista y ama su profesión. Sale como paramédica de noche por Buenos Aires para hacer sus primeras armas. Atiende con afecto a los pacientes incluso a los indeseables. En una de esas noches (la película entera parece pasar de noche como “Seven” parece suceder en una ciudad donde todo el tiempo llueve, detalles que debe tener todo film noir que se precie de tal) es que Luján conoce a Sosa. Y se enamoran. Ahí es cuando Trapero baja la cámara del hombro y la pone en un trípode y retrata el nacimiento de ese amor, con un pulso más lento. Hace encuadres donde el contexto ya no está en llamas y se convierte en escenario para el romance. Pero cuando sale de eso, la cámara vuelve al hombre y a correr, amigos.
Lo que pasa entre esto que conté y el final, es necesario no saberlo. Me puedo hacer el cool hablando sobre los planos secuencia infernales que se mandó Trapero o los distintos niveles de actuación que muestra Darín hoy, pero prefiero contarles que me sentí aprisionado por la desesperanza de estos dos personajes, ambos dueños de títulos que toda madre bandeña sueña para sus hijos y que se ve, no son garantía de ninguna felicidad. Me sentí cautivado por esa historia de amor que se lucha y se construye muy a pulmón, con sexo pasional sin encuadres eróticos ni posiciones amatorias románticas. Me sentí ahogado por el nivel de injusticia que no para, esa que nos vuelve, como a Susanita de Mafalda, en ese ser que dice “menos mal que no me pasa eso a mí”. Me sentí respetado por un tipo que hace una película sin subestimarme y dejar los puntos suspensivos para que los llene en mi cabeza, como toda buena historia. Y que me sentí feliz de volver a sentir esa sensación que nació hace ya tantos años atrás y que rejuvenece mi romance eterno con el cine, con esa forma de arte que
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