viernes, 18 de mayo de 2012

Bajo el paso de la ley (Por Claudio Rojo Cesca)

Nosotros quisiéramos morir así, cuando
el goce y la venganza se penetran y llegan
a su culminación.
Porque el goce llama al goce, llama a la venganza,
llama a la culminación.

Osvaldo Lamborghini


En 2002, Sympathy for Mr. Vengeance introdujo en la obra de Park Chan-wook el tópico de la venganza, un tema que fetichizaría en dos de sus siguientes producciones con un cuidado estético y una profundidad tales que pronto le confirieron una suerte de marca registrada, no sólo para el realizador dentro del cine de su país, sino en el contexto del mundo en el que se dio a conocer, además, gracias a la difusión masiva por la red. Ya en este primer abordaje, la propuesta estética nos interpela a interrogar los pormenores del revanchismo, muy alejado del modelo cinematográfico que ensalza la hiperbólica transacción del héroe como agente de la justicia y restaurador del orden. Muy por el contrario: para Park Chan-wook, venganza y justicia son cosas muy diferentes y en esta primera divergencia haríamos bien en re-conocer los lineamientos que guían a sus personajes dentro de la ficción hacia lo incierto, la decadencia y un inexorable destino en la muerte o la degradación. 
En la obra del surcoreano, la venganza es un acto sanguinario im-pulsado por devastadores agravios a lo humano, en tanto por “humano” entendemos ese fenómeno de la subjetividad como la condición que propiamente emerge del montaje de la ley. Sujetos-de-la-ley, ya que sujetados a ella perviven en la garantía de la organización social sobre la que nos es dado pensar la cultura. La idea de montaje también nos ayuda a pensar en términos cinematográficos este esbozo del ser donde lo que se empalma es una serie de prohibiciones destinadas a constituirse en un sistema de leyes que, en materia penal, no es otra cosa que la codificación de lo prohibido. Psicoanálisis y Derecho hallan aquí un encuentro posible.
A través del filme, la trama discurre suave, pero con la fuerza irreflexiva de sus protagonistas, destinados a desandar la marcha que pro-pone (o debería proponer) el Estado como institución ordenadora de la vida. Ryu y Park, ambos duelistas inhabilitados, huyen des-aforadamente al patíbulo en el que se han corroído de sus cuerpos la curva del lenguaje, de la ley, del Estado, encarnaciones todas ellas del Otro, aquella instancia que sanciona. Ryu ha perdido a su hermana luego de innumerables esfuerzos por restituirle la salud. La ha perdido, paradójicamente, justo cuando tales esfuerzos llegaban a buen puerto, luego de que la mujer, asaltada por el horror que implica la sanación de su cuerpo, cayera de la escena del mundo con un suicidio. Park también ha perdido a quien ama: su hija, secuestrada por Ryu, ahogada por accidente en aguas poco profundas. Esta telaraña que se teje entre los dos hombres aparece, de antemano, sostenida por la transgresión y no tardará mucho en llevarlos al borde del silencio último, es decir, la muerte, ahí donde ya nada puede ser dicho, donde ya nada puede ser ordenado.

En ambos casos, la afrenta se constata como una pérdida real de un eslabón de la cadena filiatoria, es decir, del linaje familiar, donde reina el nombre. Esto quiere decir, también, que la transgresión se cierne como crimen de sangre dentro del montaje familiar: padre-hija/hermano-hermana. Nominaciones que Estado y Cultura emplean para enhebrar la vida en torno a la prohibición. ¿Y qué es eso que está prohibido? Matar, torturar, cercenar el cuerpo del otro. Potestades que, a su vez, resultan tanto más aberrantes cuando provienen de un Estado que no es ya de derecho, sino de f-acto (acto de matar, de constreñir, de aniquilar la diferencia). 
Freud escribió, en Totem y Tabú, que nada es necesario prohibir excepto aquello que se nos presenta como profundamente anhelado. Por eso, un sistema jurídico encuentra razón de ser en su hondo vínculo con el anhelo que guarda la com-pulsión del sujeto de hacerse con su objeto. O, lo que es lo mismo, por aquel que quiere matar cuando cree  que las circunstancias le otorgan ese derecho. Ese que mataría si nada ni nadie se lo prohibiera: crimen todavía más atractivo en la medida que es prohibido, por la doble frontera que propone toda ley, de cercar lo impedido por su vía coactiva, la amenaza de castigo, y de a-cercar al sujeto a través del deseo, magnetismo que se le confiere a la voluntad transgresiva. Freud se extendió sobre estos individuos que se arrogan licencias especiales, sujetos que actúan la persecución de lo prohibido, que persiguen lo prohibido porque estiman haber sido privados, agraviados, desoídos in-justamente por el mundo. Estos seres que Freud llamó excepcionales, se consideran eximidos de la mirada de la ley, pero avanzan hacia la guillotina de otra, una ley sin codificar que instiga desde el interior de la subjetividad a marchar hacia el fracaso, la humillación o incluso la muerte. Es ella la que se impone ante la violación de los pactos sociales, la renuncia a renunciar a los beneficios del capricho, el malestar más allá del malestar en la cultura. 
Ryu y Park serán arrastrados por este oleaje cuando el Otro de la Ley, el Estado y el sistema, no les aparte lugar alguno en su re-clamo. Ambos desafían la prohibición con pasión desbocada; ambos bucean hacia el nódulo autopunitivo donde confrontarán con la obscena cara del castigo mudo (vale decir, sin apelación posible a nada y a nadie). Ambos colisionan y prosperan en la violencia de la carne. Y perecen, finalmente, en una maquinaria insospechada al comienzo, pero ciertamente implacable una vez puesta en funcionamiento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario