Ah... deja que entre el correcto
Y cuando finalmente lo haga
Diré que tenías derecho a morder
Al correcto y decir "¿qué te hizo tardar tanto?"
"¿Qué te hizo tardar tanto?"
Morrissey, “Let the Right One Slip In”
Hay dos citas de Morrissey en la novela de John Ajvide Lindqvist (editada en Argentina el año pasado, sin mucho ruido, como Déjame entrar) en la que se basa su propio guión de Let the Right One In.
Ninguna de ellas es la de acá arriba aunque la canción presente en la edición especial del álbum Viva Hate haya provisto, además del título, los versos que preceden al último capítulo del libro. La otra citada, que abre el primero –“Dichoso aquél que tiene un amigo así”–, resulta especialmente reveladora acerca del tipo de relación entre los universos del joven escritor sueco y del ex cantante de The Smiths. Traducida, dice más o menos “Nunca quise matar / No soy malvado por naturaleza / Hago lo que hago / sólo para parecerte / más atractivo a vos. / ¿He fallado?”.
Los protagonistas de Déjame entrar –mucho(s) más que los de Let the Right One In, que se concentra con inteligencia cinematográfica en Oskar y Eli– podrían suscribir a esas líneas: desde Håkan, el viejo que acompaña a Eli, hasta el plantel completo de perdedores del bar, enredados en una madeja de vínculos enfermos; desde los bullies que hostigan a Oskar para congraciarse con sus hermanos mayores hasta Tommy, un personaje ausente en la película pero fundamental en el texto original.
Tommy tiene unos pocos años más que Oskar; es el único chico que le presta algo de atención, aunque su diálogo se limite, más que nada, a intentos de reducir artefactos malhabidos, y aunque prefiera la compañía de los mayores para drogarse (en el sótano en el que Oskar trata de consumar su pacto de sangre –justo– con Eli). Como cualquier habitante de canción de Morrissey, Tommy trata de escaparse (de un padrastro/policía ejemplar, del miedo a tener que compartir el amor de su madre), aun sabiendo que huir puede ser más terrible que quedarse.Lindqvist se sirve de la voz de Tommy, como de la de los demás personajes, para armar el retrato coral de la Suecia de los ochenta.
No cualquier Suecia ni cualquier retrato; el espacio, tal como queda establecido desde la primera palabra de Déjame entrar, es uno solo e insustituible: Blackeberg, un suburbio de clase media de Estocolmo ganado al bosque en la década de 1950, planificado con prolijidad escandinava. “Una población de diez mil habitantes, sin iglesia. Eso ya dice bastante de la modernidad y racionalidad del lugar. Bastante de lo ajenos que eran a las calamidades y al terror de la historia. Lo cual explica en parte lo desprevenidos que estaban.”
El espíritu ilustrado bajo el ataque de lo que la razón non da: un tópico del terror escrito o filmado, como bien podría testimoniar el Ichabod Crane de La leyenda del jinete sin cabeza. Pero para los pobladores de Blackeberg el azote de lo inexplicable no representa un castigo sobrenatural por fallas de origen de la comunidad, por pecados pasados o por inconductas presentes, como para los de Sleepy Hollow. Blackeberg, justamente, no tiene pasado. En vez de eso, sobran las familias mal constituidas, los alcohólicos, los drogadictos, los desesperados. La imagen resultante de adoptar el punto de vista de esos seres en vez del, si se quiere, más inocente de Eli y Oskar –que en el libro, de cualquier forma, tiene un cubo Rubik, sí, pero también un pedazo de esponja llamado “bola de pis” para alivianar el oprobio de mearse encima cada vez que lo atacan sus compañeros– es revulsiva, terrible y desoladora. Es un mundo en el que resulta más fácil matar que amar, incluso para los chicos.
El único de los personajes que no acepta ese estado de cosas es Håkan: “Amor es poner la vida a los pies del otro, y de eso son incapaces las personas de hoy día”, se da valor cuando sale a cazar para su amada (inmortal). Porque –puede intuirse viendo Let the Right One In, pero sólo se hace explícito cuando, al principio del libro, va a la biblioteca pública a hacérsela chupar por un rumanito desdentado– Håkan es un pedófilo con todas las letras, el más extremo de los desesperados de Blackeberg y el más complejo de los puntos de vista que desarrolla Déjame entrar. Su papel en el relato va mucho más allá de la caída por la ventana con que Lindqvist y Anderson salvan el escollo de lo infilmable, y la secuencia climática que lo involucra –uno de los “dos finales” del libro, siendo el otro, claro, la escena de la piscina: pura potencia imaginaria cinemática, ya que en Déjame entrar está prácticamente elipsada– tiene que ser una de las cumbres del asco y el horror por escrito. Hay que tener mucha sangre fría para escribir algo así, y un sentido del humor muy negro y muy retorcido para, encima, rematarlo con un “todo lo que cuenta el libro es cierto, aunque ocurriera de otra manera”.
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