viernes, 26 de noviembre de 2010

Sobre Ocio de Fabian Casas: Breves y predecibles apuntes (Por Verónica Pizzella)


También Ocio, como uno que otro mundillo que vino a darnos la literatura, me llegó a través de la Jeta. Y una vez que supe de esta nouvelle de Casas y fui a dar con ella al fin en una feria chiquita de libros, no dudé ni medio segundo en llevarla conmigo a casa.
Sabido es que cualquiera de estos mundillos que se nos proyectan desde la superficie de la literatura no se reducen a las 100 y pico de páginas (menos o más) del impreso o el formato en el que lleguen hasta nosotros; sino que casi está claro que son la sumatoria de todo el caudal de mundo – literario o no, y lo digo de pronto así como si pudiesen plantearse claras fronteras entre una y otra cosa - que uno lleva a cuestas a la hora de lidiar con esta clase de ficciones.
Se me ocurre entonces que ya en las primeras páginas que leo de “Ocio” y en las que Andrés Stella de sopetón me mete en sus formas de mundo… “Yo estoy, desde hace meses, hundido en el ocio. Como, cago, duermo; soy una biología que no tiene rumbo”… no pueden menos que empezar a filtrarse - como en una especie de gesto de gotera difícil de domesticar – las imágenes de Silvio Astier, Erdosain, el extranjero, Roquentin, el mito de Sísifo y otros; y claro… el arsenal de nociones sobre existencialismo con las que uno a veces se afanó en darle forma a todo esto, quizás menos prácticas de lo que uno quisiese asumir, pero de las que convengamos está complicado desentenderse.
Luego, leer “Ocio” y a Andrés Stella desde estos lugares, no sé si de pronto será un desacierto o un gesto que no se ajuste al caso, pero de cualquier modo sí será un movimiento se diría casi fatal y digo más: es muy probable que insuficiente. Quiero decir con ésto que uno podría caer entonces en primera instancia en lo predecible y pensar al Andrés de Casas como un Sísifo hecho a la medida de lo contemporáneo o como un nuevo formato nacional de los personajes artlianos que de uno u otro modo se han descocado por afirmar-se su existencia encontrando indistintamente el punto de fuga en territorios sancionados socialmente, llámese esto robo o tráfico de drogas. Y esta es la parte en la que podríamos entrar a desmenuzar conceptos jodidos como el de la ascesis de la abyección o bien traer a colación alegorías como la del juguete rabioso entretejiendo cita tras cita hasta al fin darle la razón a Borges, porque sí que la tuvo clara el don cuando nos vio a todos y a cada uno condenados ad infinitum a una cadena de tautologías. Pero francamente todo ésto, esta alternativa de aproximación al mundo de Andrés Stella y los suyos, ahora mismo puede estar resultando aburrida; a mí por cierto que un poco, por eso o simplemente por un antojo que no me explicaré de dónde viene, prefiero sentir al “Ocio” de Casas desde otras zonas.
Prefiero pensarme en mi cama leyendo Ocio. Haciendo ocio. Si hay un ejercicio en esta vida que tiene chance de ser un acto lúcido se diría casi con certeza que es éste, el de la lectura, y más: el del ocio; y sin embargo, la atmósfera de sopor que está en el cuerpo de Andrés y un poco más allá de él, está aquí, mientras leo Ocio. Parece que estamos durmiendo. Pero no. Y cada párrafo es casi desmedidamente rezagado, lerdo… (apenas podría tocar el intersticio exacto en que lo siento así) pero yo me quedo ahí, hasta la última página, sin interrupciones. Como si ahí estuviera sucediéndolo todo, como si ahí pudiera sucederlo todo. Como si la dinámica existencial y el cambio en el estado de cosas pudiera estar condensado en la nada y en esa sensación de ucronía e inalteridad; porque eso es lo que está flotando mientras leo Ocio. Prefiero remitirme justamente a lo que me queda suspendido en el cuerpo y en la cabeza cuando termino de leer Ocio, para lo que hasta hoy no he encontrado rótulos precisos.
Sólo diré entonces a tientas vacío. Sólo diré una imagen mental: uno, horizontal, en cama, en semi-oscuridad, mirando al techo como en un nopasanada. Sólo diré que días después terminé casi como siempre en el google y en los estantes de mi biblio afanándome en darle forma a la cosa. Y el ocio es entonces, dice wikipedia, un tiempo libre y recreativo que se usa a discreción; y que debe tener, como toda actividad, un sentido y una identidad, ya que si no tiene sentido es aburrido.
Y no. Este, de pronto, no sé si se trata del ocio de Andrés Stella. Libertad para – sentido – identidad… no sé si son carátulas que se puedan amoldar al personaje de Casas.

- Hoy puede cambiar tu vida – dijo.
- Al ritmo que voy me parece imposible – dije, mientras me sentaba.
- ¿Sí?
- Yes, no hago nada o casi nada.
- Nadie hace nada – dijo Roli sonriendo – Pero ¿qué clase de nada? Es decir… ¿te quedás
levitando en un rincón? Porque si podés levitar ahí ya tenemos un negocio.
- Escucho música, me masturbo, como y cago – le contesté.
- Todo un estilo, pero hasta para eso se necesita plata.

Me quedé pensando que como mi existencia era un capricho de mi viejo, no estaría nada mal que él me mantuviera para siempre…

En realidad, la vuelta sería trabajar. Tener un trabajo te fija, te da cierta regularidad frente a tus familiares…

Andrés Stella casi si diría no elige el ocio. El ocio viene de prepo sobre él. O bien es tal la simbiosis entre estos dos elementos, entre estas dos ficciones, que difícil será establecer qué tiene determinación sobre qué. La cosa es más bien retroalimentativa. O no, “determinismo” aquí sería una mala palabra: ni Andrés tiene la suficiente libertad para decidir caer en el ocio, ni el ocio es del todo una fuerza que se le pueda imponer. Eso simplemente está ahí, casi no hay elección, y es más que complejo.
Pero algo sí, en medio de todo, me es menos nebuloso. El ocio de Andrés lo trasciende en su condición de individualidad, y es aquí cuando puede desprenderse uno de casi todo el caudal de lecturas que carga a la hora de enfrentarse a una nouvelle como la de Casas. El ocio de Stella es un signo generacional, es una alegoría que habla ya de la masa, de una cosa más colectiva, si se quiere más nacional. Y más contemporánea. Al margen o en paralelo de los dilemas existenciales y familiares que puedan encarnarse en un sujeto en concreto. Y lo más simpático, por eso, es que esta vez con Casas pude hacer empatía. Andrés Stella está a la vuelta de mi esquina, sé que conozco a este personaje. Erdosain, Astier, Meursault, etc… puedo figurármelos en el entramado social y en contexto, pero no los conozco. A Andrés, en cambio sí. Ha sido y casi sigue siéndolo, una pieza de mis mundos.
Si al final algo puedo decir entonces sobre Ocio es que es eso: la mimesis en el campo de la literatura de algo más tangible para nuestra generación. Los resultados de los engranajes socio-políticos de la Argentina de los últimos tiempos. El producto del menemismo y del delarruismo en la subjetividad social, están de una u otra forma en cada pintura y capítulo que se nos grafica desde Andrés y los suyos en el texto de Casas. Este, luego, no ha sido ni más ni menos que el ocio que vino a caer sobre muchos de nosotros y nuestra argentinidad.

jueves, 25 de noviembre de 2010

Ocio (Por David Obarrio)


Soy uno que aligera su carga

dejándose abrigar, liviano

por la caliente plegaria

Alberto Girri


Pet Sounds. En el orgulloso diagrama de sus diálogos, la mayoría de las veces lacónicos y perfectos, en verdad casi sin parangón en la historia del cine argentino reciente, probablemente resida la secreta armonía de la película, así como es allí donde pareciera estremecerse el corazón de su silenciosa y genuina ambición: película con el oído en constante atención y alerta en más de un sentido, Ocio parece querer trabajar el sonido hasta extenuarlo, hasta volverlo la marca de una parte fundamental de su programa estético y, por lo tanto, el feliz subrayado con el que uno se siente invitado a recorrerla. Ocio no es una película sobre música pero en la que la música juega un papel preponderante. Aunque no es solo eso.


Acá de lo que se trata casi siempre es de oír, desde las canciones que el protagonista escucha en la soledad de su cuarto (escenas que incluyen el detalle maravilloso de que esas canciones no suenen del todo bien, acorde con la precariedad del equipo en el que se reproducen) hasta los martillazos constantes que componen en parte el intrigante fondo sonoro de la casa. Son sonidos domésticos que se vuelven un canto ominoso, el tañido de un tiempo que ya no alcanza a contenernos y nos expulsa. Los repentinos ataques a pura guitarra eléctrica de Ariel Minimal desde la banda de sonido, primos hermanos de los loops elegíacos de Neil Young para Dead Man, de Jim Jarmusch, son disrupciones que le pelean al costumbrismo en su propio territorio. Con ritmo urgente y desengañado, Ocio se dedica a horadar el fondo inoxidable de su historia barrial para que el barrio se vuelva una superficie de tensiones irresueltas. Recurriendo a una paráfrasis de las bellas palabras del poeta Martín Armada: para que en el barrio llueva un mar de piedras y debajo se pueda ver, en vez de un Edén, una cosa muy distinta: un páramo iluminado con el súbito resplandor que emana de una conciencia lastimada y macerada a los tumbos.

Son tres seres los que en la casa se arriman y se repelen, como animales arrojados a un mundo de interrogantes: el personaje principal, su hermano y el padre de ambos. Son figuras caídas que hacen lo que pueden con una desesperación que no se nombra, provisorios titanes bajados de su templo a fuerza de hondazos tras la desaparición física de la madre. En esa casa la vida late ahora a media asta, la evidencia de la pérdida se cuece sobre un fondo de monosílabos y de gestos que se arrastran: comer sin hablar una pizza que se enfría sobre la mesa (si es que no vino fría de antes, porque afuera es invierno y llueve); arrimarse padre e hijo en la misma cama, también en total silencio, sin el menor chistido que le otorgue una forma explícita al desamparo. Desde la confección del guión, Lingenti parece extractar la novela de Fabián Casas, recortar breves momentos que en la película lucen como punzones dispuestos a dar estocadas. Todo desplegado siempre en planos sobrios, austeros. En Ocio la frugalidad manifiesta de las imágenes es la expresión palpable de la ética del menos es más.

Somos tres islas. Es lo que dice el narrador en el libro de Casas. En la película no hay narrador que diga nada. Es que en la pantalla, Ocio se desentiende de la voz de una primera persona omnisciente y abre el juego a una pena que ya no se enuncia desde un cuerpo con nombre propio sino que, en cambio, resulta el telón de fondo de un modo de estar en el mundo, levemente ausente pero con el nervio alerta, continuamente acicateado por el fantasma de la caducidad de las cosas. Por su insobornable urgencia. De golpe, la palabra se aligera hasta perderse, se vuelve espectro de sí misma hasta convertirse en la música finita –en verdad, un hilo– capaz todavía de expresarlo todo con el mínimo aliento: “No, ella no se encuentra”, dice uno de los hermanos por toda explicación cuando atiende el teléfono que suena en la casa en silencio.

Imbuida de un desencanto rotundo, definitivo, la película de Lingenti y Villegas se permite, sin embargo, aligerar fugazmente el tono mediante breves segmentos de comicidad lunar, espacios vacíos en medio del dolor en los que el peso ontológico del mundo aparenta dimitir con su misterio a cuestas para dejarnos en su lugar otro de carácter no menos insondable. Y se respira: las disertaciones rapsódicas de Picasso (un sorprendente Santiago Barrionuevo, cantante del grupo de rock platense El mató a un policía motorizado) en el techo de la casa junto a sus amigos, el metegol en el que se dirime vagamente una deuda de dinero pero que más bien pretende establecer la supremacía entre bandas rivales de ocasión, le sirven a Ocio para interrumpir la circularidad inconsolable de su recorrido con la ayuda del enigma lejano de la risa.

Pero también, porque aquí el realismo de ocasión y la gravedad se combaten con dosis parejas de verdad y justicia, el rock se planta en toda su dimensión liberadora: retazos de una cultura que sacude el estupor cotidiano, que inserta la idea de “lo otro”, lo que no soy yo y me llama. Como cuando uno no sabía inglés y repetía palabras sacadas de los discos de rock como si fueran un mantra. Las canciones, los libros, las películas; en definitiva, siempre la aventura. Como cuando, en uno de los momentos más hermosos del cine de este año, el personaje llamado Roli está contando una historieta que leyó y vemos cómo su lenguaje se transforma, su mundo se transforma. Su cara se transforma. Roli se pierde. Maravillosamente, ya no es él. Los directores sostienen su rostro durante minutos enteros en un plano fijo que es todo un recorrido ejemplar de la acción de eso que siempre se comenta: un poder enorme, capaz de trastocarnos desde la raíz. En general, llamémosle cultura.

Decididos a habitar un mundo, Lingenti y Villegas despliegan una constelación de signos cuya contundencia está por lo menos a la altura de su casi infinita nobleza: llenar un territorio, plagarlo de ecos reconocibles. Es que no es meramente una pequeña porción de la vida de un individuo, el joven protagonista de la novela, de lo que se trata aquí. Por el contrario, los directores asumen una tarea de mayor alcance que la de reproducir parcialmente la letra de Casas, y no es difícil suponer que el background de Alejandro Lingenti como consumado cronista de rock y musicalizador exquisito tiene mucho que ver en ello. Ocio termina constituyéndose en un fragmento sin tiempo de la cultura del rock (“Un trozo de este siglo”, diría Javier Martínez), registrado con una precisión arrolladora, al tiempo que alcanza a erigirse como pudoroso e irrenunciable gesto de amor.


Texto publicado originalmente en Cinerama